martes, 28 de mayo de 2024

Penumbra de provincia II: La barbarie y el corazón

La tensión se apoderó de la sala de interrogatorios. Ángel y Miranda se encontraban frente a frente, pero el abismo entre ellos era más profundo que nunca. La sala estaba iluminada por la fría luz de un único foco.

Ángel miró a Miranda fijamente. Cuando se sumergió en su inmensa mirada y en su sonrisa irónica, supo que había llegado al punto de no retorno, a ese punto que siempre temió en sus evocaciones poéticas.

El detective los observaba desde la esquina de la sala, con una expresión impasible. El silencio pesaba como un lastre, interrumpido solo por el sonido metálico de unas cadenas afuera, en el pasillo.

—Miranda, Miranda, no puedes seguir negándolo. Habla ya—dijo Ángel. Su voz resonó con una mezcla de dolor y determinación.

Miranda desvió la mirada. Sus ojos evitaron encontrarse con los de Ángel. ¿Cómo volverlo a mirar a la cara, después de todo lo ocurrido? De un momento a otro, ante la presencia inquisidora del detective, Miranda lo enfrentó.

—Tú deberías saber perfectamente todo—dijo Miranda, desafiante.

El detective interrumpió la conversación, llevando consigo la frialdad de la ley.

—Ángel, tenemos pruebas que sugieren que tú y Miranda han estado involucrados en un asesinato y todo indica que ustedes se encuentran en el epicentro de todo-.

Ángel apretó los puños, luchando contra las emociones que rugían en su interior. No quería delatarlo, pero no podía evitarlo. Era demasiado el odio, la rabia contenida. Miranda adivinó el gesto de Ángel, y su expresión se volvió hermética.

Un par de noches atrás, en un rincón de la ciudad, próximo al bar donde solían juntarse para asistir a las viejas lecturas de poesía, un carabinero de civil descubrió el cuerpo de un hombre desconocido. Se apersonó el inspector Galindo a la escena del crimen y dio con un papel arrugado con un mensaje críptico, en el bolsillo derecho del pantalón del occiso.

El mensaje era una frase de Louis Ferdinand Celine. Decía: "Mi corazón, ese conejo tras su pequeña reja de costillas, agitado, encogido, estúpido". Pertenecía a Viaje al fin de la noche.

Galindo no había leído nunca a Celine, pero esa frase lo dejó intrigado. Ya tenía a dos sospechosos. Esa pista literaria podía decirles algo. Podía, incluso, conmover sus corazones y, de paso, sus consciencias.

Ángel y Miranda, luego del interrogatorio, continuaron en su búsqueda personal, ajenos al descubrimiento del inspector.

Días después, Ángel seguía debatiéndose en su habitación, en un ejercicio autocomplaciente, tratando de analizar los pasos que lo llevaron a enredarse en este fatal evento. Mientras eso sucedía, Miranda buscaba la forma más sutil y serena de salir bien librada.

Una noche, el inspector Galindo volvió a llamar a la puerta de Ángel. La expresión seria del inspector y su tono grave sugerían que había avanzado en su investigación, lo suficiente como para decidirse a llamarlo de regreso.

—Ángel, necesito que vengas a la comisaría. Hay algo que debemos discutir —dijo el inspector. Ángel lo acompañó, angustiado, con premura.

En la comisaría, se encontraba Miranda. También había sido llamada. Estaba sentada a una mesa rodeada de fotografías y papeles.

- ¿Reconoce a este hombre? -, preguntó el inspector. Se refería al hombre asesinado. Miranda miró directamente a Galindo, y con un tono tranquilo se dirigió a él.

-Sí, claro. Era Salvador, mi amante-, dijo.

Ángel quedó impactado. Recordó aquella visión en que quedó medio muerto de un golpe en la cabeza y veía cómo Valparaíso se derrumbaba a pedazos. Visiones de aquella pareja misteriosa del pasado, aquella pareja enfrentada hasta la muerte.

—Miranda, ¿Es cierto? ¿Por qué lo ocultaste? ¿Qué es lo que tramas? — le preguntó Ángel, desesperado.

- ¿Recuerdas aquellos versos que me leíste? ¿Aquel libro? ¿Tiene que ver con nosotros? -, volvió a preguntar.

Miranda finalmente alzó la mirada, y en sus ojos se reflejaba la noche de un secreto.

—Ángel, hay cosas que nunca sabrás entender. Por eso dejé que lo descubrieras. No quería contártelo-.

Miró al inspector, cigarrillo en mano, y luego volvió la mirada hacia Ángel.

-Entiende que hubo algo real entre nosotros. Pero el amor es impredecible. A veces, el precio del amor es enfrentar la verdad, incluso si esa verdad significa hundirnos para siempre.

La sala de interrogatorios quedó sumida en un silencio denso. La sombra de una ruptura se volvió una conspiración. La visión onírica de aquellos poetas deseándose la muerte luego de haberse amado con locura se volvía el reflejo fatal de la traición.

¿Quiénes eran? ¿Por qué afectaban sus vidas? La narrativa invencible de aquel crimen se volvió una elegía nocturna para los interrogados, superando el velo detrás de sus pretenciosas palabras. Nada podían hacer ante la ominosa barbarie del corazón, volviendo un mito su propia historia.
A propósito de los cien años de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, una lectura que comparto: "Cualquier devaluación que no tome en cuenta la dimensión material y artística de la obra nerudiana cae en un error imperdonable: juzgar una obra literaria, a espaldas de su naturaleza, como si fuera un texto referencial cuyos presupuestos morales o éticos lo vuelven vulnerable a la censura, la funa y la cancelación". Rafael Rubio.
A cien años del libro "Veinte poemas de amor y una canción desesperada" de Neruda, los versos "Me gusta cuando callas porque estás como ausente" y "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", del poema 15 y el 20, respectivamente, siguen siendo los versos más resonantes, reescritos y, sobre todo, mal leídos del poeta. Del primero se ha hecho hasta un alegato de machismo (pésima lectura); y del segundo, se han hecho incontables versiones hasta la náusea, versiones del todo intrascendentes.