martes, 2 de enero de 2018

El periodista yanqui David Rohde narra en una serie de libros sobre su secuestro por parte de los talibanes, que durante su cautiverio los captores le pedían que entonara She loves you de los Beatles, mientras algunos de ellos hacían los coros.

Mindhunter



“¿El asesino nace o se hace?”, “¿Será posible prevenir la conducta delictual de un sujeto solo conociendo su psicología?”. Estas interrogantes constituyen la base sobre la cual actúa el agente Holden Ford en la serie Mindhunter de David Fincher, junto a su compañero veterano Bill Tench. La trama policiaca se va desplegando en forma de una suerte de intervención detectivesca en la cual el entusiasta agente Ford quiere poner en práctica su ejercicio teórico: el por qué los criminales hacen lo que hacen. Su impronta idealista y su propósito intelectual se hallan reñidos en un principio con los fundamentos del FBI. El resto de sus miembros no entienden la lógica del agente, y temen que su proyecto acabe confundiendo los procedimientos básicos de una institución a ratos demasiado burocrática, y solo empecinada en perseguir a sus criminales e inculparlos sobre la base del hecho de sangre. La serie así aborda este conflicto enfrentando a los agentes Ford y Tench directamente con los asesinos en la cárcel, bajo su propio orden y discurso . Se les entrevista con tal de conocer su versión sobre el crimen, y en lo posible dilucidar el trasfondo hasta llegar a un análisis más profundo sobre los factores o razones que lo precipitaron. Pero he ahí justamente el ardid: cómo acceder a la mente de los criminales sin verse tocado en el intento, cómo lidiar con los distintos caracteres sin ver vulnerado cierto límite moral y legal. 

Mindhunter apuesta a un estudio de campo sobre la teoría del crimen. Sus personajes se prueban constantemente a sí mismos franqueando el frágil horizonte entre el proceso institucional de la policía, la voluntad investigativa de sus agentes y la agudeza mental de sus criminales. La cuestión en la serie es por qué ellos hacen lo que hacen, y en parte, por qué la policía actúa como actúa. Por ello es que el agente Ford se vale de un marco teórico que le servirá como saber de contrabando, con tal de ampliar la limitada perspectiva del poder federal. Su novia Debbie, estudiante de sociología, lo introduce en Emile Durkheim y lo conmina a leer sobre la teoría de la desviación, en el cómo la conducta desviada puede ser juzgada de manera arbitraria dependiendo de las normas establecidas por la sociedad, de modo que el límite entre lo prohibido y lo permitido puede a su vez ser un motivo convencional, y la definición de crimen, una definición puesta a prueba de acuerdo al resultado y el punto de vista. Un punto característico que le da el preciso toque Fincher a esta indagación es que, a pesar de constituir un ejercicio intelectual al servicio de estrategias policiales, no se vuelve una cuestión inmune ni mucho menos abstracta: los agentes se involucran con los criminales y por eso deben pagar el alto precio de la degradación psicológica. No pueden mirar al rostro impertérrito del criminal sin antes ver reflejada en su propia faz el terror del vacío interior, aquel en el que se desata el propio vértigo ante la opacidad del mundo y de la mente. Producto de su obsesión, por ejemplo, Holden parece objetivo, científico, hasta frío, pero no puede evitar adoptar un rasgo creciente de narcisismo ególatra que lo lleva a sacrificar todo (su reputación, su credibilidad institucional, su propia situación existencial) con tal de llegar hasta el fin con su peligroso estudio de la mente criminal. No puede evitar –digámoslo, con todas sus letras- volverse paulatinamente un psicópata dentro de su criterio implacable. Así mismo, su contraparte, el agente Tench, más apegado a las reglas, no puede seguir lidiando con las audacias de su compañero, entrampado también por su propia circunstancia vital. Por otro lado, la tercera agente del grupo, la psicóloga Wendy Carr, tiene que tratar de conciliar la osadía de Holden con la experiencia de Tench, dándole el matiz profesional y académico a la investigación, procurando que sea articulada siempre dentro de los márgenes de la institucionalidad. Aún así, sabemos que el costo de llevar a cabo esa empresa es demasiado grande, y siempre, entre sus grietas, salen a la luz los propios miedos y demonios de los involucrados, en constante pugna por no perder el hilo que separa su noción de la locura con la de la razón convencional y su estrecha relación con el ámbito de la ley. 

Dentro de los dilemas epistemológicos de los cazadores de la mente, entra además en juego la teoría sobre las máscaras de Erving Goffman. La novia de Ford, Debbie, en este punto, lejos de ser un personaje pasivo, y de constituir solo el sostén emocional del agente, juega un rol activo en el desarrollo de su aparataje simbólico e incluso en la evolución de su psicología, desafiando sus prerrogativas con el propio mecanismo del deseo. Resulta que el enfoque de Goffman, estudiado por Debbie, se proyecta sobre el rol de la persona en la vida cotidiana como una máscara. Cada persona adoptaría distintos roles en su biografía tal cual si fuese una obra de teatro. Para Debbie, según su lectura de Goffman, la propia sociedad sería una obra de teatro en la cual sus individuos asumen distintos roles. El peligro o el quid del asunto está en qué medida esos roles pueden asumirse como únicos, genuinos o mutables. Ford construye su propia máscara, la máscara del detective que a riesgo de profundizar en el interior de los sujetos de estudio puede acabar poseído por sus vacilaciones. Y vemos que Fincher lleva al extremo las consecuencias de este enmascaramiento, cuando el agente acaba de forma inconciente adoptando el cariz de la desadaptación. Fincher con sus cazadores de la mente nos muestra que todo intento por categorizar la naturaleza humana desde el espíritu científico siempre será insuficiente, y que llevar a cabo la aventura del descubrimiento del otro implica por sobre todo un precipitado auto descubrimiento. Que la consabida moral del mundo se consolida a fin de cuentas dentro de un sutil juego de mascaras, unas más terribles que otras. El espacio que las distingue no sería otro que el de la psiquis, siempre oscura, infranqueable, un verdadero Moby Dick que se mueve siempre allende el naufragio de la realidad.