miércoles, 22 de noviembre de 2017

Cuando presto libros y constato que ya no hay garantía de devolución, resulta que siempre los doy por perdidos, aunque sin recriminar al depositario del préstamo. Digamos que lo dejo a su conciencia, pero esa conciencia es justamente un placebo, un juego mental, que resguarda alguna clase de orgullo ante el hecho de solicitar lo prestado. Entonces viene la siguiente excusa: de que al menos los libros hayan sido leídos, cuestión que tampoco tiene garantía alguna, y acaba siendo, a fin de cuentas, un motivo autocomplaciente. Así se recurre a suplir la pérdida, el vacío que dejó ese préstamo sin devolución, con la compra de una mucha mejor edición del libro prestado. Tal es el caso, por ejemplo, de El príncipe de Maquiavelo, del cual poseo ahora la ansiada edición con notas y comentarios de Napoleón Bonaparte; Y además el caso de El Lobo estepario de Hermann Hesse, del cual, a su vez, tengo una edición de bolsillo de Alianza Editorial, íntegra y con portada icónica de Daniel Gil. Ley de las compensaciones. Fetiche del libro ausente. O bien manía del control, del control sobre el espacio del librero, vacío, cubierto de materia lectora. Pero ocurre que en ese librero se puede encontrar también un libro que alguien me ha prestado y no he devuelto, aun habiéndolo leído previamente. Se trata de una edición vieja del Abaddón de Sábato, editorial Planeta de Agostini, pero en perfecto estado. El dueño del libro era un amigo que no veo hace rato, merced al tiempo de la supuesta lectura y posterior entrega de la novela. El contacto se fue perdiendo de tal forma que el contrato implícito del préstamo se iba diluyendo más y más. Hasta llegar un punto en que ya nadie se daba por aludido. Ni el amigo, que nunca reclamó lo suyo, aplicando también la táctica de la conciencia, ni uno mismo, haciéndose el desentendido y recurriendo a la postergación infinita como forma de aplacar aquella conciencia sobre el libro ajeno. De manera que el Abaddón actual solo me pertenece provisoriamente, viniendo de su primer lector -el compadre que lo prestó- por un motivo circunstancial, y siendo en el fondo solo propiedad de un intercambio improbable. Un limbo de su lectura hipotética. La frase del libro que expresaría mejor esta situación no sería otra que "El infierno está aquí". Debería haber entonces un purgatorio para los libros prestados.Principio del formulario