lunes, 23 de noviembre de 2015

El otro día, tratando de invitar gente para una lectura poética, le dije a uno de los que estaba ahí si se animaba a leer o, en su defecto, solo asistir en calidad de espectador u oyente al evento. Me preguntó si había alguna invitación formal. Francamente solo contaba con la pura idea transmitida de forma oral, como se supone debía ser a pesar de los infinitos medios, cuando en el fondo, la razón verdadera era en ese instante la falta de tiempo y de dinero para una cuestión más producida. El sujeto, que para mi sorpresa también se hacía llamar poeta, replicó que exigía algo un poco más serio. Estaba en todo su derecho, a pesar de la bebida. Yo le respondí, sin embargo: "Los burócratas exigen correos, papeles. La gente mortal habla de boca a boca": Él dice casi enseguida: "Siempre tan etéreos, los que se dicen poetas": Después de eso se arma una breve discusión bizantina sobre si era realmente práctico o abstracto convocar solo de forma oral o mediante un recurso más formal como un mensaje o un flyer. Al fin y al cabo, el asunto acabó en nada. Si el compadre realmente deseaba ir, iría de todas formas. Si lo hubiese invitado de una u otra forma, en el fondo, daba lo mismo. Se discutía de forma algo absurda la consistencia del evento o mejor dicho la manera de traducir una cuestión pública a un asunto privado, individual. Quería su propia cuota de República inconciente. Como si por asistir hubiese que pagar alguna clase de tributo. Como si por el hecho de ser invitado se contara con alguna clase de título nobiliario, cuando alrededor a nadie le interesa. Consideraba simplemente una ofensa ser convocado sin una invitación. Su ego era tanto que, según él mismo, su presencia daba exactamente lo mismo y no cambiaría nada. Era tan importante que su inexistencia necesitaba justificarse. Por otro lado, el puro hecho de difundir el evento era algo tan crucial que lo mejor de todo era tener una excusa para hacer algo, fuese lo que fuese, aunque no hubiese garantías. La poesía, más prostituida que la palabra cambio, siempre la excusa para que cada cual se publicite a si mismo, de la manera que sea. Como si fuese una especie de secta, o por el contrario, una feria en la que cualquiera se pasea, con ánimo de ausentarse por pura tincada o de simplemente asistir a ver si pasa algo verdaderamente emocionante.