lunes, 3 de diciembre de 2018

El vecino colombiano ha abandonado el departamento. El arrendador ya había informado del hecho el día de ayer, aseverando que un mes antes le había hecho la advertencia de abandono al vecino si seguía con su bochinche. El colombiano habría entendido perfectamente, sin ninguna clase de reparo, y habría decidido marcharse por su cuenta. Para justificar el abandono, el arrendador dijo que el compadre era muy escandaloso, pero que no lo culpaba, puesto que su cultura era así. "Cosa muy distinta a la nuestra", remataba. Aunque parezca extraño, su apelación a la cultura en contraste me quedó dando vueltas todo el fin de semana. ¿Acaso siempre nos definimos en oposición binaria, pero somos incapaces, por esto mismo, de hablar de nosotros mismos abiertamente? En eso pensé, mientras pasaba por fuera de la ex pieza del colombiano, y veía cómo de entre la puerta entreabierta emanaba un inminente aroma a "vacío", luego de desvalijar prácticamente un día entero. El compadre había dejado oreando (curiosa expresión) aquel espacio en donde establecía su propia y particular interzona, más allá del límite del espacio común que era donde comenzaba la jurisdicción de la casa y, por extensión, la jurisdicción chilena que, merced a las irreconciliables diferencias, acabó por desterrarle sin mayor contrariedad. El vacío, junto con la oscuridad del living, inunda ahora la casa entera, que vuelve sin remedio a su lugar habitual, a ese "algo" que lo diferencia de aquella cultura foránea, pero que todavía no se sabe qué diablos es, ¿Austeridad? ¿Recogimiento? ¿Seriedad?