miércoles, 27 de enero de 2021

Por la acera de una calle, iba caminando una joven muy libremente sin usar mascarilla. Casualmente, al cruzármela, tampoco llevaba puesta la mía, porque la tenía guardada. Me fijé por unos instantes en la mirada de la gente que la veía pasar; una señora con dos hijos, y un tipo mayor paseando un perro, todos usando mascarilla, quienes vieron a esta joven circular con toda impunidad, y con una sonrisa totalmente espontánea. La mirada delatora de estas personas era tal que simulaban ver en la joven una suerte de renegada. A ella no parecía importarle mucho, a juzgar por su caminar desenvuelto. Lo extrano era que en ese lapso de tiempo la gente solo se fijó en ella, y no en mí, que también andaba sin mascarilla. Aun así, me vi interpelado. El hecho de que la miraran a ella era solo cuestión de contiguidad, porque perfectamente podía haber sido yo, si hubiese estado en su posición. No hubo ahí ánimo de exclusividad, únicamente la mirada inquisidora de la gente que normalizó el uso de mascarillas por defecto, en nombre de la política sanitaria. Desde ese momento, supe que el andar a rostro descubierto podría convertirse, eventualmente, en motivo de persecución, ¿solo por ser un riesgo potencial de contagio o por incumplir una norma establecida como tal? Al preguntarme esto, vi en la gente de mascarilla el ojo del observador, el ojo de quien se arroga una moralidad amparada por el Estado como supuesto garante de la salud y del bien común. ¿Pero hasta qué punto ese ojo, con la excusa del virus, puede penetrar en nosotros, en nuestra íntima voluntad, volviéndonos unos parias solo por el hecho de no andar con un bozal como los perros? En cierto sentido, la joven y yo, sin conocernos, circulábamos por esa calle, unidos por ese sentimiento persecutorio. Parafraseando libremente una frase de Kafka: “Me avergoncé de mi mismo cuando me di cuenta de que la vida era una fiesta de mascarillas; ¡y yo asistí con mi rostro real!”.