jueves, 27 de junio de 2019



El otro jueves me llamó la directora para informarme que en la clase del miércoles, después de cerrar el instituto, la señora del aseo encontró una botella de vino vacía en un agujero que se encontraba en el baño de hombres. Dio por hecho que unos alumnos de mi clase habían llevado esa botella al baño, seguramente bebiendo de lo lindo, a escondidas de quien suscribe. Da la salvedad que el baño en cuestión se encuentra justo en el salón de clases, con el perímetro suficiente para contener ambos espacios. Yo le dije a la directora que me parecía raro, porque de ser así lo hubiese sabido. (Algún jugo irían a dar, propio de borrachos, y yo sé en carne propia qué se siente dar ese jugo). Sin embargo, ella insistía en que aquella botella había sido traída por ciertos alumnos de mi clase, de manera furtiva, sin advertencia. Le repliqué que eso por ningún motivo estaba permitido, pero que primero existía algo llamado presunción de inocencia, según la cual nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario con pruebas fehacientes. La directora parecía entender aquel punto, pero señalando que uno como docente se podía dar cuenta de quienes podían incurrir en actitudes extrañas y no correspondientes al protocolo escolar. Con eso daba a entender que uno podía desarrollar alguna suerte de intuición o sexto sentido que le permitiese saber lo que hacen sus alumnos en todo momento; inclusive, según su criterio, ese sentido o intuición debiese ser parte orgánica e integral de las capacidades del profesor. Para tratar de entender la inquietud, y considerando lo delicado del hecho, le expliqué a la directora que no se preocupara, que en cuanto volviera a ver a los chicos les comentaría sobre lo sucedido y, de paso, les haría ver que ese tipo de cosas no pueden suceder bajo ninguna circunstancia en el contexto de clases. Se lo expliqué de esa manera, aun sabiendo que la posibilidad de que los alumnos hayan efectivamente traído esa botella de vino y la hayan bebido en el baño pueda tratarse nada más que de una hipótesis infundada, una soberana volá. De ese modo, la directora cortó con la tranquilidad que le procuraban mis palabras y la promesa de que hiciera valer alguna vez en la vida una mínima regla disciplinar. 


II 

Llegó así el día en que vería a los chicos, a los supuestos borrachines. Me llegué a imaginar una situación en que los cabros dijeran que “pa qué con esa”, que por qué los trataba de alcohólicos si están pagando por ir a clases. Incluso me los imaginé agarrando pal hueveo el asunto, organizando alguna suerte de tomatera, a propósito del bochorno, para cerrar el fin de semestre (a lo Baudelaire, su máxima educativa: "hay que estar siempre borrachos"), una tomatera auspiciada completamente por el profesor, producto de haber levantado falso testimonio. "Rájese ahora usted", me los imaginaba diciendo. Pero todo eso no sería sino un rollo demasiado divertido, que sería desmentido pronto, en el momento que me puse a hablar con la secretaria del instituto. Le expliqué lo que me había dicho la directora. Ella dijo que efectivamente encontraron una botella de vino vacía en el baño, solo que, contrario a la versión de la directora, no creía que hubieran sido alumnos los responsables de haberla traído. –Yo pienso que la botella siempre estuvo ahí-, sostuvo la secre. –A lo mejor desde antes que fuera instituto, unos curaos inauguraron el lugar-, le comenté a la secre, mientras subía la escala. Era evidente que se lo tomaba a la chacota, confiando en la imposibilidad de la versión de la jefa. Por un instante, y movido por el desenfado de la secre, descarté de plano aquella versión sin razones. Finalmente, llegado el horario de clases, conspiró en mi mente la idea de contarles a los cabros el hecho como una anécdota bizarra, pero fue más fuerte el olvido dionisiaco, y preferí dejarlo pasar. En resumidas cuentas, la botella de vino vacía sigue ahí en el baño del instituto, imperturbable; ninguno de los cabros se dio por enterado (al menos hasta donde se sabe); y el destino del contenido de la botella seguirá siendo materia de misterio y de especulación etílica.

miércoles, 26 de junio de 2019

Chile, el país de lo apócrifo.


La nueva novela de misterio policíaco chileno, el caso Fernanda Maciel, solo demuestra una vez más la vigencia de Edgar Allan Poe en el terreno de lo institucional y lo criminal. Desde TVN se preguntaron ¿Errores en el procedimiento o sofisticación en el asesinato? luego de atestiguar la excesiva demora en la investigación, específicamente, en la búsqueda de los restos de la chica. Carabineros en conjunto con la PDI habrían recorrido hasta cinco veces una bodega durante dieciséis meses, sin éxito alguno, y resultó que el cuerpo siempre estuvo enterrado dentro del perímetro del hogar. bajo dos metros de escombros, cemento y cal. Ninguna sofisticación tuvo lugar aquí; el error fue más bien en la perspectiva subjetiva del procedimiento. Analogando el caso de la joven Maciel con La carta robada de Poe, el victimario simplemente fue "más vivo" y escondió el cuerpo en aquel sitio a simple vista más evidente, pero totalmente a salvo del enfoque de la investigación. En otras palabras, tanto pacos como ratis cayeron en la misma trampa que cayó el prefecto en el cuento: no buscaron primero en la mente del oponente.
Ando un poco retirado de la contingencia educativa, para serles franco, y eso que soy profe, aunque trabajo en preu. Actualicenme: ¿Quién fue al cementerio? ¿Con qué objeto? ¿a quién funaron? Y luego ¿a quién tildaron de inconsecuente? ¿De qué novela política funeraria me estoy perdiendo?

martes, 25 de junio de 2019

La imagen más hermosa de hoy Lunes: la de un perro culiando con una perra bajo la llovizna justo a la salida del instituto. Era un perro que había entrado furtivamente y se había guarecido del frío en el entremedio de la escalera que da hacia la oficina de la directora. Minutos antes, lo había echado de la sala, acaso sin otra justificación que su condición animal (en otras oportunidades, había pasado piola, contagiando ternura entre el alumnado). -¡¿Quién como él?!- comentaba un cabro al paso, entusiasta, mientras entraba a la clase, y veía cómo sus compañeras se mofaban de la escena.
"Yo llegué a la televisión no por haber vendido un palo, ni por un terremoto, ni tampoco por caerme en bicicleta o porque se muriera mi pájaro, sino que llegué para transmitir momentos históricos de nuestra nación, la forma de hacerla progresar y una verdadera alternativa patriótica para Chile“. Jorge Rivas,el Niño poeta.

viernes, 21 de junio de 2019

Un colega en la oficina comentó que en su colegio le habían suspendido las clases por motivo de una feria vocacional. Lo contaba con la satisfacción de quien solo cuenta los días para entrar a vacaciones y hace campaña para sacar la vuelta y dilatar lo más posible la pega. -Puta qué relajante, voy a ver si me dedico a organizar más ferias vocacionales, hay que preocuparse por el futuro de los alumnos-, explicaba el colega, muy distendido, describiendo sin tapujo el placer proporcionado por la anécdota. La secretaria lo miraba y reía de forma un tanto forzada, tratando de comprender el placer que provenía de tamaña gracia. Seguía de ese modo el colega ilustrando el contexto pre vacaciones en su colegio, agregando que en la sala de profes ya comenzaban a planear incluso los panoramas de fin de año. Habló de paseos de curso, de cooperaciones, de tesorería. Destinos preferidos: Rosa Agustina, Ritoque, su asado en la casa del UTP. En ninguno se mencionaba la inclusión de los estudiantes. El cuadro quedaba hecho. Todo apuntaba a celebrar el término del martirio. Un par de alumnos entraban a la sala antes de comenzar el segundo tiempo. Habían escuchado de improviso el asueto discursivo del profesor. A juzgar por la tranquilidad de sus rostros, no podían estar más de acuerdo. Parece ser que el deseo más profundo de profesores y alumnos es que todo se acabe de una vez, sin condiciones. Al menos en eso sí existe un genuino punto de correspondencia; pero, por supuesto, ninguna de las partes lo admitirá abiertamente, para así poder continuar con la farsa.

martes, 18 de junio de 2019

Durante la tarde ayer un par de alumnas me llamó para ir a sus puestos. Querían contarme algo. Me confesaron que un hombre extraño las había perseguido a la salida, desde el instituto en la esquina de la plaza hasta llegar prácticamente al terminal La Ligua. Dijeron haberse sentido muy asustadas. Solo atinaron a entrar al terminal y sentarse donde había harta gente esperando buses. Tanto fue el asedio que, según una de ellas, el hombre esperó y se fue a sentar justo al lado, disimulando que esperaba alguna micro. Tuvo que llegar el bus que ellas tomarían para recién poder respirar tranquilas, aguardando al sujeto a lo lejos, mientras permanecía en el terminal y se devolvía hacia paradero desconocido. La contaban como una anécdota más, pero rememorando la tensión vivida en esos momentos. Explicaron que nunca habían vivido algo similar, cuestión que las preocupó sobremanera. A su vez, les conté que nunca unas alumnas me habían confesado un hecho tan delicado y de tales características. Solo atiné a recomendarles que, cuando sucediera eso, se alejaran lo más posible y frecuentaran algún lugar público, repleto de gente, evitando rincones y pasajes oscuros. No quise mencionar la palabra denuncia, porque supe que era un consejo al uso, y que significaría lidiar con la siempre ineficaz burocracia investigativa. Para qué molestarse con eso. Así que únicamente me limité a darles alguna indicación práctica, ya que su confesión denotaba un objetivo más bien catártico. Querían, en cierta forma, desahogarse, expresar el malestar experimentado. Y yo, por un lado, quería ofrecerles la seguridad que de un profesor se espera; aunque, por otro, en mi fuero interno, simplemente deseaba seguir escuchando con lujo de detalles ese escabroso suceso, traumático pero repleto de una intriga potencial, de una morbosa línea argumental.

lunes, 17 de junio de 2019

Se avecinan los tópicos del día: La inutilidad de los paraguas bajo la lluvia contra el viento, la condición azucarada de muchos estudiantes y trabajadores, la mariconada de los micreros que pasan sobre un charco y mojan a traición.
El otro miércoles una alumna preguntó si Pedro Páramo era un papito corazón. Le respondí que era una analogía inaudita pero factible. Al cachar la asociación, la alumna hizo un gesto comparable al de una de las hermanitas que miran al rostro pálido y sin expresión de su viejo en el cuento El padre de Raymond Carver. Luego, siguió haciendo lo que estaba haciendo con ánimo desenfadado, hasta cierto punto, huérfano.

sábado, 15 de junio de 2019

Influenza

"¿Ya se vacunó contra la Influenza, profe?", me preguntaba hoy una alumna. No había caído en la cuenta sobre el impacto del bicho por estos lados, hasta entrar en la clase de la mañana. No miento. Fue cosa de abrir la puerta con los cabros adentro, y se sintió como el ambiente pesado. La propia alumna de la pregunta se levantó a abrir la puerta para ventilar la sala. También se había dado cuenta de esa sugestión en el ambiente. La alumna, con vocación de enfermera, le advertía a las demás y, de paso, a su profesor, que se vacunasen cuanto antes. Sin más, señaló que yo estaba en "factor de riesgo" por lidiar con tanta gente durante la semana. Y no era chiste. Entre tanto viaje en bus, y jaleo de aula en aula, el mal virus podía pillarte volando bajo, sometiéndote en un descuido. Fui con esa idea en mente al Cesfam más cercano para cumplir con la advertencia de la chica; pero resultó que se habían acabado las dosis de las vacunas, y no las iban a reponer hasta mañana. Volví entonces al plan, con la bala pasada, para tomar la locomoción que me llevaría a la clase de la tarde. Arriba del bus regresaban los síntomas de aquella odiosa sugestión. Vidrios empañados. Una señora que tosía como perro. Algo como azumagado en el interior. De pronto, al sentarme junto a la ventana me empecé a sentir débil. Dolor de guata. La cabeza un tanto abombada. Pies congelados ¿Habrá sido el virus? dije entre mí. Y, de ese modo, conforme más me pasaba películas en torno a un incipiente contagio, el cuerpo se ponía más tenso, y la guata y la cabeza pateaban más fuerte, hasta que intenté echarme sobre el respaldo del asiento a ver si así se me pasaba. Todo parecía indicar que algo había pululando, pero se manifestaba primero en forma de bicho psicológico. Era cosa de mirar afuera: un ensimismamiento inusual, una convalecencia penitente, ante la cual los transeúntes calculan y cuidan cada paso, temiendo agarrarse con aquel enemigo invisible a la vuelta de la esquina, aquel microorganismo vengador, influyendo hasta en la delicada conciencia del hipocondríaco.

miércoles, 12 de junio de 2019

El sueño de la otra noche. Se trataba de una joven poeta recitando encima de un piano. Era dentro de una especie de salón de honor. A su lectura asistían académicos y uno que otro aspirante. De repente, durante su presentación, se puso a tocar un fragmento irreproducible de alguna pieza clásica, seguramente Vivaldi, o una mezcla rara de ELP. Conforme la música avanzaba, a tientas, de forma errática, todos en el salón se iban esfumando lentamente, como si con las notas pasasen a un estado sutil. Yo mismo sufría el mismo fenómeno, preso del éxtasis de esa desaparición. Esa parte del sueño a su vez desaparecía. Luego, me encontraba en las afueras de aquel ostentoso edificio donde había sucedido la presentación, y, bajo lo que parecía la pista elevada de Av Argentina, donde se suelen colocar carpas, una chica estaba sentada en el suelo, tapada con un andrajo. No, no era la de la performance, aunque se asemejaba mucho, y la asociación se volvía inevitable. Al verme pasar, se incorporó lentamente y sacó de entre un agujero en una columna un objeto cubierto con una tela. Lo recibí y al sacar la cubierta descubrí que el objeto era una espada, una vieja espada corroída. En ese punto ya no recuerdo si me la llevé o la chica la reclamó de vuelta para guardarla como su tesoro invaluable, pero al dejar el lugar habían escritas unas leyendas con tiza en el suelo. En ellas, figuraba la firma "Infanta".

martes, 11 de junio de 2019

Segunda visita a la psicóloga. Conclusión: por ahora, siga haciendo lo que ha estado haciendo normalmente. Deje que las cosas fluyan, por lo menos hasta la próxima sesión. 
Durante la mañana divisé algo que me llamó mucho la atención: una chica de rasgos negros, seguramente haitiana, caminaba por Condell hacia arriba, a la altura del Ripley, con dos bolsas verdes de mercadería y sobre su cabeza sostenía una botella de detergente líquido. Lo hacía con tal naturalidad que apenas conseguía inmutarse. Extrañamente, la gente que pasaba a su lado no lucía demasiado asombrada por el virtuosismo de su acción. Al contrario, la miraban como quien mira a cualquier otro transeúnte cargando chucherías con las manos en las bolsas pegadas al asfalto. Un patrón que sin duda se repite, puesto que hace unas semanas también había divisado a otra chica en plena carretera vía Quintero, con una pila de cajas de Super 8 y productos similares sobre su cabeza, bordeando el perímetro de las micros que por allí pasaban para subirse y vender de lo suyo. El equilibrio en el que trabajaban era tan espontáneo, armónico y libre de impostación, que resultaba difícil diferenciar entre la materia sobre sus cabezas y la materia entre sus manos. No cabía entre ellas otro límite que el del aire suspendido y la gravedad subyugada bajo la planta de sus pies. El verdadero arraigo de las chicas parecía recaer, finalmente, sobre ese equilibrio inaudito, sin el cual su andar perdería frontera, dirección, acaso sentido.

domingo, 9 de junio de 2019

Terminó Chernobyl, la miniserie HBO. De inmediato, salió a la palestra el punto de vista de los rusos respecto a la producción. La acusan de caricaturizar a los personajes y, según Iouli Andreev, responsable de la limpieza radiactiva del desastre, la miniserie "está llena de grandes mentiras y, como lo requiere la propaganda, de pequeños detalles verdaderos", partiendo por el hecho de que el auténtico responsable habría sido Legasov, científico nuclear, y no Anatoly, ingeniero en jefe adjunto. Andreev señala además que el "secretismo" en relación al desastre era parte orgánica del proceder político, y sería ridículo ir ventilando esos secretos a la luz pública, comprometiendo a toda una nación en el contexto general de la Guerra Fría. De acuerdo a sus palabras, "los asuntos políticos no tienen explicación lógica", y la posición de HBO sería hipócrita, nada más que una propaganda primitiva sobre la cual construye una visión que se pretende espectacular. Se puede estar de acuerdo con el punto de vista de los rusos, mal que mal ellos fueron los protagonistas de su propia tragedia (de hecho, en términos históricos, se dice que Gorbachov señaló el caso Chernobyl como una de las principales razones de la desestabilización y el consecuente acabóse de la URSS). Sin embargo, el factor ficción aquí cobra otro prisma desde una perspectiva cinematográfica, aunque vicariamente ideológica. El libro en el que está basada la serie, Voces de Chernóbil de la autora Svetlana Aleksiévich, consta de una recopilación sobre los testimonios de aquellos afectados por la explosión, los testigos, las víctimas directas, sus agentes y oficiales. En este punto, el relato testimonial sería representado ahondando en la micro experiencia cercana, cara a cara a los efectos de la radiación sobre la materia viva y, en el plano existencial, de frente a la creciente amenaza en forma de muerte sigilosa. El testimonio deviene carne contaminada, sentido sufriente. El drama humano allí filmado no tiene desperdicio; es tal la prolijidad de los recursos que el escenario de la contaminación ambiental se presenta en toda su crudeza, y una crudeza incierta ante un fenómeno, a todas luces, invisible; un enemigo ciego que se escurre por el aire, el agua, las venas, la visión, el todo. La infra historia ahí implosiona en forma de reactor; aquellos que la sufrieron estoicos fueron su combustible. La lección que deja finalmente la serie, es que la verdad, aquel concepto escurridizo que buscamos en cuanto todo se presenta hostil, esperará eternamente como una última exhalación categórica, como alguna clase de aliento afirmativo en medio del enjambre tóxico de las contradicciones. Pero se preguntaba Legasov, luego de aquel juicio en el capítulo 5 (que, dicho sea de paso, constituye una licencia dramática) ¿qué es el precio de la verdad, comparado con el precio de las mentiras? ¿cuál es el precio de esas mentiras, en última instancia? Las interpretaciones sobre los hechos siempre dejarán culpables e inocentes, a ratos, de manera inequitativa. No hay juicio justo sobre lo que rebasa el entendimiento. Legasov insistía en el hecho de que las mentiras fueron aquello que provocó el accidente nuclear que deja su legado de peste hasta el día de hoy, pero ¿no será acaso la verdad aquella peste que, so pena de ser descubierta, se cuela lentamente en el organismo moral del ente humano para desafiarlo y obligarlo a sacrificarse contra una realidad implacable? Como sea, todos aquellos que sufrimos de cerca la radiación fílmica del Chernobyl HBO nos situamos ahora en el otro extremo, esperando sin tregua la contraversión de los rusos o, debería decirse, la “versión oficial”, su versión, frente a la representación parcelada de Occidente que, desde su propia etimología, encierra el germen del ocaso, del acaso, aquello que no deja de revelarnos, con ilusa esperanza, su esencia perecible
Un viejo a un funcionario, en el terminal de San Felipe: "¿No veí que soi hechizo? Soi de cartón". El funcionario le respondió: "Y vo soi el diablo", alejándose para atajar el próximo JM. El viejo quería invitarlo a chupar en la noche. El otro se excusó alegando que debía volver al terminal tipo 8. El Diablo, dionisiaco, regresó de donde venía. El Hechizo, en cambio, corto de genio, siguió su camino.

jueves, 6 de junio de 2019

Nunca creí que iba a pasar. Hoy tuve que ir urgente al baño en plena clase, corriendo el riesgo de sufrir in situ una descompensación estomacal que derivara inevitablemente en una diarrea. Mientras ajustaba algunos vistos de asistencia, me retorcía las piernas tratando de aguantar, hasta hallar el momento oportuno de salir cascando. Ningún cabro pareció darse cuenta del gesto técnico; o, al menos, eso parecía. Entonces fue cuando les dije que volvía pronto, que me esperasen cinco minutos. "Vaya no más, profe, con confianza", decía uno de ellos, el de más adelante. Por su gesto en el rostro tal vez intuía de qué se trataba, o solo lo dijo impulsado por la posibilidad de una clase sin profesor, que durase al menos esos eternos cinco minutos. Así desaparecí y fui directo al baño donde me correspondía para evacuar de una buena vez. Ya de vuelta, quizá en menos de cinco minutos, el curso había permanecido tal cual a como quedó antes del impasse digestivo. Se mostraba tan ecuánime que todo el cuadro de mi desesperación inicial solo figuraba como una fútil paranoia autoinducida. Nada. Los cabros seguían en lo suyo, ignorando o puede que olvidando la pequeña ausencia. Abandonar la sala para ir a cagar en plena clase había sido para ellos un hecho irrelevante (bajo otro contexto, seguramente habría devenido en la catástrofe disciplinar). Demasiado imbuidos en su propio rollo, lo habían descartado cual papel higiénico disolviéndose a través del excusado. Efectivamente, la clase seguía siendo la misma después de haber jalado de la cadena. La satisfacción por tal cosa era equiparable al silencio que se escucha luego de llenarse el estanque con la última gota de agua, y los cabros lo demostraban con todo el desparpajo de su imperturbabilidad.

miércoles, 5 de junio de 2019

Primera vez que me atiendo con una psicóloga. Sentí como si le hubiese pagado por conversar de la vida, o la falta de esta...

sábado, 1 de junio de 2019

Lo que hace radiactivamente brillante a Chernobyl, la nueva serie HBO, creo que es el tratamiento del desastre nuclear a raíz de su arista humana, más allá de lo meramente anecdótico. Aquí incluso observar los planos y las secuencias se siente como un agente de contagio. La amenaza viene desde dentro. Resulta incomprensible en un principio. Luego, arremete de manera sigilosa, contaminando todo a su paso, lentamente como veneno surcando las arterias. Lo terrible de la radiación era que pillaba desprevenido hasta a los peces gordos, no sabiendo cómo lidiar con semejante enemigo invisible. Nadie estaba preparado para tamaño desastre. Solo tocar a un infectado o rondar el perímetro de la explosión te volvía una víctima en potencia. La radiación te tocaba y no había vuelta atrás. Un cagazo técnico que mantuvo en vilo prácticamente a medio Occidente, durante años. Sus efectos, subliminales, traspasan el filtro de la historia, colándose en nuestro inconciente, en forma de visionado. Somos testigos del hecho pero, a la vez, lo padecemos. Seguimos vivos al momento de rememorarlo, pero prontamente muertos, una vez que ya ha invadido nuestro tejido existencial.