miércoles, 31 de octubre de 2018

Apareció de pronto en medio de la playa, entre una bandada de gaviotas, una paloma blanca. Al señalarla con el dedo, ella me preguntó de inmediato si acaso era religioso. Le decía que no, que solo me parecía curioso que aparecería una así como así. Seguramente pensó que mi impresión ante dicha paloma implicaba que creyera a pie juntillas en su clásico simbolismo. A raíz de eso, comenzó a hablar sobre la fe, sobre la Iglesia o, mejor dicho, sobre la supuesta pureza de valores de quienes tienen tejado de vidrio. "Si te fijas, la paloma blanca representa bien su significado. ¿Sabías que las palomas son terriblemente infecciosas?", dijo. Ella hacía notar que la paloma blanca, pese a su color asociado a la paz, también tenía bajo su naturaleza la carga de la corrupción. Le expliqué que de hecho eran tan o incluso más dañinas que las ratas. Podría decirse que hasta parecen ratas aladas. "¿Ves? Entonces la paz no es tal como la pintan", concluyó, al tiempo que la paloma se acercaba, inocente, entre los roqueríos, escabulléndose del escándalo de la gente, previa víspera del día de los muertos. Esperó a que saliéramos de entre el promontorio de roca, alejado de la orilla del mar, para remontar el vuelo y desaparecer bajo el sol radiante.
Se revela la razón por la cual el ingeniero eléctrico Savitsky atacó a su compañero Beloguzov en la estación rusa Bellingshausen. Libros. Mejor dicho, su fatal lectura. Resulta que ambos vivían hace más de un año en un pequeño espacio, y poseían únicamente acceso a dos canales de televisión, instalaciones deportivas y una biblioteca. Según cuenta Savitsky, todo habría sido culpa de su compañero, el soldador Beloguzov, al contarle el final de los libros que él pretendía leer. Todos enfatizan la razón en la locura producida por la soledad y el aislamiento en la Antártica. Otros apuntan a los motivos de interés que pueden ir aflorando, luego de enviar al agresor de vuelta a Rusia para que sea juzgado allá, mientras la víctima (el contador de libros) yace recuperándose en la zona austral. Pero lo verdaderamente interesante es el trasfondo novelesco que se desprende de este peculiar hecho. La lectura, una vez más, como gatillante de los delirios más inimaginables. Sería adecuado averiguar cuál era el libro en cuestión que produjo el cuchillazo, como para indagar en la intriga policial y, a la vez, profundizar en el absurdo del asunto. No sé ustedes, pero todo me retrotrae a La cosa de Carpenter. Me imaginaba a los locos bebiendo vodka, terrible de cocidos, totalmente desquiciados en ese infierno blanco, pasándose películas sobre entidades invasoras, alimentando la paranoia hacia el otro, alienados por su propia ficcionalidad desatada en los hielos eternos.