domingo, 6 de mayo de 2018

Ayer tuve una visión en la esquina de Cumming con Almirante Montt, justo después de que un auto bajara a toda raja sin encender las correspondientes luces intermitentes: un perro perseguía a un Toyota ladrándole a las ruedas. Lo hacía de una manera tan sincronizada que casi iba a la par con el vehículo en el momento en que este toma la curva para virar rumbo a Bellavista. De pronto, ambos, perro y auto, desaparecen del mapa. Se esfuman entre la niebla de la noche. Solo se oyen los ladridos confundidos con la marea acústica de la ciudad. Esa pura imagen se me revelaba como si se tratase de una epifanía. Una epifanía fuera de serie. Y a tal punto que, durante el trayecto a la casa, intentaba rematar la asociación en la cabeza, declarando: "Las ruedas de los vehículos son a los perros lo que los molinos de viento al Quijote de la Mancha". Entonces ¿Era el ladrido del perro únicamente una imprecación escandalosa contra una amenaza ilusoria, o solo un mero reflejo ante la máquina producto de su instinto de supervivencia? Durante la noche, finalmente ¿Puede más la ilusión o puede más el instinto?