martes, 20 de julio de 2021

Joaquín Lavín, el payaso triste

Los que perdieron con las elecciones del domingo no fueron solo Jadue y Lavín (este, dicho sea de paso, ya perdió por tercera vez una candidatura), los que perdieron, en el fondo, fueron los partidos tradicionales. Pero ¿realmente el Partido Comunista perdió representatividad? ¿Realmente el tradicionalismo de derecha agotó todos sus medios? Lo dudo. Lo que sí hay es una evidente crisis representativa, una gran ola de descontento que ha ido minando el meollo de la política chilena, un “cambio de paradigma”, como dice Villegas que dirían los siúticos, y Lavín fue uno de los caídos. Con su caída, cae a su vez la relevancia de la UDI en el actual escenario, únicamente representativa de un sector muy anacrónico y anquilosado de la población. El propio Hermógenes Pérez de Arce señaló la parada camaleónica de Lavín, que tantos memes le valió, como una maniobra para capturar votos y no como un genuino eclecticismo. A todas luces, los tiempos ya no están para posturas falsas ni para impostaciones acomodaticias. Lavín ha demostrado, con su socialdemocracia al uso, con su ejército de drones, con su progresismo travestido, con su coqueteo centrista, ser la figura del payaso triste de la política, la sorna de cara a la galería para conmover al vulgo pero la misma chapa jaimeguzmanista de siempre, porque su doctrina de Chicago Boy y su credo de Opus dei se mantienen intactos contra todo pronóstico, contra todo arranque revolucionario o novedad reformista. Ya se vio en su derrota con la Concertación de la mano de Lagos, formando parte del duopolio. También se vio en su segundo intento, cuando Bachelet y Piñera salieron a la palestra, con el mismo continuismo hoy cuestionado; y se vio ahora, con mucha más contundencia, en pleno proceso constituyente y ante un posible declive del partidismo en casi todos los planos de la vida política chilensis, si no fuera porque el aparato institucional sigue todavía de pie, lo suficientemente aceitado para soportar otro virus y otro estallido.



“Disclosure”, de Barry Levinson, una película de anticipación

En mi afán por descubrir películas de los noventa, esa vieja época del vhs romantizada hasta el hartazgo, di con “Disclosure” (1994) de Barry Levinson, en español “Acoso sexual”, una adaptación cinematográfica de la novela de Michael Crichton, el escritor detrás de Jurassic Park y The Andromeda Strain, entre otras joyas. Casi en la misma época en que Bajos instintos (1992) causaba furor, apareció esta película que también fue bastante exitosa, aunque menos recordada que la clásica con Sharon Stone y Michael Douglas. En esta, se aborda una historia de intriga de carácter sexual, protagonizada por el propio Douglas y Demi Moore, quienes se enfrentan en un conflicto de poderes e intereses dentro de una empresa de computación conocida como Digicom.

La trama sigue a Tom Sanders (Michael Douglas) y a su equipo de trabajo, durante una semana laboral que comienza bien, pero que rápidamente se convierte en una pesadilla. Al llegar a la oficina, Sanders habla con el abogado de la compañía Phil Blackburn, quien le hace saber que su jefe, Bob Garvin, ha decidido renunciar para contratar a una nueva persona en su reemplazo, nada más y nada menos que su ex novia, la guapa Meredith Johnson (Demi Moore). Conforme avanza la trama, Sanders y Johnson se atraen y se enfrentan de manera constante, desplegando una muy fuerte química sexual. Tom encarnaría al prototipo del macho alfa, una prolongación de la personalidad ya definida en cintas como “The Game” o “Basic Instincts”; y Meredith, por otro lado, representaría a la femme fatale: sensual, fría, inteligente y maquiavélica.

Hay una secuencia muy candente que constituye el núcleo del conflicto. Tom llega a la oficina de su jefa, y esta, luego de una vacía charla laboral, se abalanza sobre su empleado y ex novio, practicándole sexo oral para luego proferirle palabras sucias cada vez más subidas de tono. Tom se resiste, pero Meredith insiste en concretar con él, al punto de empujarlo hasta el coito, cosa que luego el propio Tom reniega y huye, a lo que luego Meredith le reprocha su cobardía. Al día siguiente, Blackburn llama a Tom para anunciarle que Meredith lo acusó de acoso sexual. Ante esta acusación, Tom intenta defender su inocencia, con tal de salvaguardar su posición en la empresa y, por sobre todo, su buen nombre. Desde ese momento, comienza la auténtica pugna de poderes.

La única escena de sexo de la película es tan explícita como provocadora, y deja entrever la tan bullada lógica sexo/poder sacada a la luz pública desde la era Me Too, solo que, en esta ocasión, los roles se invierten, y es Meredith la que ostenta una posición más favorecida y la que toma, en este encuentro, la iniciativa. Sanders se ve seducido por el poder de esta mujer fatal y cae envuelto en su deseo, buscando imponerse pero siempre bajo la voluntad de Meredith, su jefa y amante. Una vez que a Tom le viene un arranque de consciencia, rechaza a Meredith y esta decide, de alguna u otra forma, tomar venganza, a la manera de Fedra mediante el viejo ardid de la calumnia. El procedimiento judicial, en este sentido, tiene que lidiar con ambas versiones sobre los hechos. Meredith tiene a favor su posición, en circunstancias de que nunca la creerían a ella como victimaria. Tom, en tanto, la tiene más difícil, al ser interpelado inmediatamente, por la sencilla razón de que el relato oficial siempre señala al hombre, aunque la experiencia lo exculpe.

En la audiencia, el orgullo de Tom le impide aceptar una mediación, y decide, de alguna u otra forma, recuperar en la justicia la posición que en el trabajo le fue arrebatada. El procedimiento confronta ambas versiones de la historia, y la pregunta es: si el director nunca hubiera mostrado la escena (o si Tom no hubiera llevado consigo una grabadora) ¿A quién le creeríamos? ¿Es posible que algún jurado se hubiese planteado el hecho de que Meredith pudiera realmente acosar a su subordinado, y no al revés? Esta es la duda nuclear que permanece en el imaginario cinematográfico, y que interpela directamente nuestra época. En una parte, desesperado, Tom le cuenta a su esposa lo ocurrido, y este exclama, diciendo: el acoso sexual se trata de poder ¿y yo cuándo he tenido poder? Y eso es sobre el cual cabe reflexionar. ¿Es el ejercicio del poder siempre, en todo momento, patrimonio de un género o de un sexo sobre otro? ¿No habrá acaso más bien un intercambio o choque de roles en diferentes contextos laborales y en determinadas circunstancias íntimas, conforme a los tiempos modernos? Unas interrogantes que pueden sonar muy actuales, incluso disidentes a la narrativa imperante hoy por hoy.

Roxana Kreimer, en su último libro “El patriarcado no existe más” problematiza esta y otras temáticas vinculadas directamente a las relaciones hombre-mujer en espacios de poder. Sobre el acoso laboral, por ejemplo, señala que: “Años atrás, el acoso era una propuesta sexual a cambio de favores formulados por un hombre de alto estatus, pero ahora el concepto se extendió tanto que puede ser cualquier situación que la mujer subjetivamente catalogue como tal”. Y he ahí el dilema. Volvemos a la pregunta: si el director nunca hubiera mostrado la escena ¿A quién le creeríamos? Obviamente, a Meredith. Aun en su rol de jefa, resulta difícil, para la opinión pública, pensar en ella como acosadora, y es esta indeterminación del carácter de las acciones, este prejuicio ideológico en torno a las personas involucradas, en razón de su sexo, el que puede ser usado como arma arrojadiza para manipulaciones y vendetas personales, tal cual se evidencia en el caso de Disclosure.


En otro punto, la película trabaja de manera muy profética la influencia de la tecnología en la lógica empresarial y en la vida cotidiana de las personas. Digicom podría ser perfectamente un prototipo del sistema operativo Microsoft. Dentro de este mundo tan afín a nuestro tiempo, Tom y Meredith llevan a cabo su disputa final, luego de caerse la denuncia calumniosa. La programación de la realidad virtual se plantea aquí como impulsora de cambios revolucionarios, un poco la premisa distópica ya empujada por William Gibson en Neuromante y siguiendo la filosofía transhumanista del hermano del escritor de Un mundo feliz, Julian Huxley. En uno de esos pasajes memorables, la interfaz Digicom señala lo siguiente: “We offer through technology what religion and revolution promised but never delivered: Freedom from the physical body. Freedom from race and gender, from nationality and personality, from place and time” (Ofrecemos a través de la tecnología lo que la religión y la revolución prometieron pero nunca cumplieron: Libertad para el cuerpo físico; Libertad de raza y género, de nacionalidad y personalidad, de tiempo y espacio). Es increíble el parangón que estas palabras buenistas tienen con las narrativas progresistas impulsadas por la actual Agenda 2030 de la ONU, en su búsqueda por imponer un Mundo feliz de igualdad, libertad y fraternidad, siempre y cuando este orden sea controlado de manera vertical por las mentes maestras de las elites.

En la película, se extrapola a Digicom con un protointernet, y este es concebido como la promesa tecnológica del nuevo siglo (años 90, vividas ansias milenaristas), como el destructor de las barreras humanas y el mesías de una nueva sociedad. Sin embargo, los hechos demuestran que la hiperconexión y la realidad virtual han vuelto todo un pandemonio de ilusiones digitales, administradas por los mismos poderes fácticos, y saturada de banalidad y deconstrucción. En una parte muy intensa de la trama, Tom busca recobrar unos archivos dentro de Digicom antes de que sean borrados por Meredith, para adjudicarse ella los créditos del sistema informático. Al ingresar al mundo virtual, aparece un ángel que ayuda a sus navegantes, los que se encuentran estáticos en su lugar analógico, contemplando cómo el tejido de esa realidad se desmorona ante sus ojos o visores. Lo digital se vuelve lo infernal, al punto de que se pierde la frontera de lo real.

Tom tiene que recuperar a toda costa esos archivos de los cuales Meredith intenta deshacerse, a fin de no ser descubierto por los jefes de la empresa. Esta pura secuencia, en conjunto con la escena candente del principio, permiten pensar en la película como una verdadera obra de anticipación, tanto en el ámbito de las disputas sexo/poder entre hombres y mujeres como en el ámbito del transhumanismo, considerado el nueva paradigma de nuestra sociedad posmoderna, de cara a un futuro cada vez más próximo a las distopías vaticinadas hace ya mucho tiempo por los grandes maestros de la ciencia ficción, con un toque de Philip Dick, un brochazo de Huxley, un chorro de Orwell y, definitivamente, unos trazos de William Gibson, quien ya veía en los ordenadores portátiles el rostro de la deshumanización enmascarado de globalización y rehumanización.

Serie libros prohibidos: “El patriarcado no existe más” de Roxana Kreimer.

"Rebeca Argudo argumenta (…) las razones por las que no adhiere a la huelga feminista el 8 de marzo: “Porque a muchas no nos parece justo señalar a todos los hombres como culpables y a todas las mujeres como inocentes, por defecto. Media humanidad no está oprimiendo a la otra media. Es una falacia. Y sobredimensionar un problema existente alarmando innecesariamente, al final, obtiene el efecto contrario: no se genera conciencia, se banaliza”.

Una de las traiciones más graves de la izquierda al proyecto ilustrado fue que, en su afán de defender grupos con diversas identidades (mujeres, gays, extranjeros), dejó por el camino la categoría universal “ser humano”, condición de posibilidad para cualquier proyecto humanista. Nadie debe ser tratado en base a generalizaciones sobre su sexo. Ni una mujer ni un varón. No hay vidas humanas más valiosas que otras”.