miércoles, 18 de noviembre de 2020

En la Universidad un compañero de curso me hizo un comentario super extraño, no recuerdo en qué contexto, antes de entrar a una clase x: “en volá el Palomo no existe”. Era en modo talla, en todo caso. No en mala. Lo quedé mirando con cara de extrañeza. Atinó a reírse, pero no pude seguirle el hilo. ¿A qué venía esa duda sobre mi existencia? El compañero empezó a explicar su ocurrencia, señalando que “en volá eres un actor, o suplantaste al verdadero Palomo”. En ese momento no dije nada, y me fui para la sala, limitándome a sonreír. Ahora me pregunto, a casi una década de ese acontecimiento: ¿qué chucha pasó? Puede que, fuera de hueveo, lo haya dicho por algo. Lo he estado pensando seriamente ahora último. En instantes de introspección y de soledad, sobreviene esa talla metafísica de aquel compañero como un maldito mantra ¿Quién cresta soy? ¿Y si de verdad no existo? ¿Y si aquel hermano mayor no fue una mera leyenda, y efectivamente nació en mi lugar? ¿Y si nunca mis padres se separaron cuando era pequeño? ¿Y si nunca tuve esta puta necesidad de llenar un vacío? ¿Y si nunca, en consecuencia, tuve relaciones sentimentales fallidas? ¿Y si nunca me sentí apartado de todos los demás? ¿Y si todo, en cambio, deja de acabar de forma abrupta, y consigue continuidad y plenitud de una vez por todas? En volá no existo como creo existir ¿la persona que creo ser no corresponde a la persona que efectivamente es? Sería, en todo caso, mucho más deseable plantearse la posibilidad de ser el actor de reparto de una historia que otro escribió. Tu existencia sería una farsa. Tu vida toda sería un montaje, pero al menos contarías con un auspicio por participación. Aceptar la propiedad y autenticidad de tu historia, por dura o indeseable que parezca, implica, por lo tanto, aceptar que nadie la auspicia. Nadie la sostendrá por ti. Nadie más que tú. Trágate esa píldora, y sigue el rollo.