jueves, 5 de diciembre de 2013

Como en un artículo de Larra

Como en un artículo de Larra, es posible aventurar una especie de ir y venir del puerto, encontrarse en un punto fijo a medida que el grueso de la ciudad te sume en ese bautismo secular del tránsito. Es la travesura del moderno provinciano, dicen. Y no puedo todavía reservarme ese derecho de admisión, ya que el llamado o, mejor dicho, el susurro de la ciudad, con sus perros y sus jefes, asola el metro cuadrado como una aparición. Se trata del lenguaje de alguna clase de Zaratustra invisible invocando a los últimos hombres del puerto, para que adviertan, tras el asfalto y la vaguada costera, a los nuevos ídolos, tan próximos y, por lo mismo, rentables, como opios al precio del bolsillo de cualquier ciudadano de Chile. 

Así, todos acaban por poner al profeta en la cuerda floja, y esperan en el meollo de la ciudad su propia metonimia de dios, sus ilusiones que poseen al ser poseídas. Todos y nadie al mismo tiempo: el universitario –de cualquier especie en esta gran tomatera porteña- con la convicción férrea de ganar su título de ingreso a la “máquina”; el hombre del mercado central con la esperanza de emprender lo suficiente como para conseguirse un negocio propio –por lo demás, lejos de tanto mercadeo inútil y gregario-; los famosos pirateros, que abundan en Santiago, en la calle Pedro Montt y aún más en Internet, con el sueño de legalizar su trabajo, sin los cuales ninguno de nosotros tendría un real acceso a la cultura, -dado su precio, según parece, proporcional a su valor y calidad, de acuerdo a los señores invisibles allá arriba-; los maniqueos partidarios izquierdistas y derechistas, cada cual con su particular forma de rascarse el ombligo y de secretar su caudal económico (en muchas ocasiones, me ha tocado lidiar con dichos seres plagando de folletos las plazas de Valparaíso, y haciendo más mierda esta gran mierda de rebaño de medias tintas); los hombres caritativos, los solidarios de turno, los Don Franciscos trasnochados, con un impulso inconsciente de ayudar tras desastres de todas formas y colores, sin tener ni la más mínima idea de todo lo que hay detrás, (sí, la típica excusa de estos amantes del deber, los he escuchado más de una vez: su servicio incondicional al Estado, a la Patria, su amor a los hombres, su cristianismo, su conveniencia), los punkies con su moda (claro, somos los ingleses de Latinoamérica), que se paran ahí en las farmacias Cruz Verde; todos (y si, más de alguno se me escapa: los pseudo hippies que venden artesanía en las plazas -ejemplos de emprendimiento-, los típicos canutos exegetas de la Palabra, los mormones que más parecen venir por lo pintoresco, por lo fenómeno, por lo híbrido de Chile, que por un real sentido de la vocación religiosa, etc, etc.) todos ellos, y muchos más, tienen algo que los une: su obediencia a su propia ilusión privada ¡vaya ilusión emancipatoria! desear todos y cada uno de los juguetes de la adultez, y las mamaderas del mercado (como si esta fuese la loba romana) para la transición hacia la felicidad que viene del exterior como si viniese del cielo, y que hipoteca así toda la existencia (camino que se pavimenta de deudas, impuestos, buenas intenciones) con la excusa del futuro y la reconciliación. 

Sería mejor que cada uno de ellos pesara a sus ídolos en la balanza de sus posibilidades, al menos medir, sondear esos abismos para luego arrojarse con alguna clase de dimensión o garantía. Ahora bien, quien escribe sobre aquellos últimos hombres, se vuelve asimismo el mecenas de ese absurdo provinciano y, por lo tanto, quien se imagina que todos esos bienes son abismos precisamente porque los desconoce, una nueva clase de fantasma ciudadano, que escribe sobre el valor de todo pero que no adquiere el precio de nada, el de la esquina que secretamente postula a un ideal, a una vivienda, una familia, echando por la borda las palabras que le sirvieran de peldaño a tales fosas de realidad. Los escritores que sean la mancha en esa pintoresca masa. Que todos y cada uno de los personajes de esa provincia pudiese toparse con estos transeúntes pálidos y, en la medida que estos chocasen con el asfalto de su realidad, se abriesen como grietas, a pesar de la sangre de dicho trabajo, a pesar de la tinta de ese vacío. Nada más que bastardos de la posesión, vendedores de la nada. A ellos solo les resta la ficción como garantía de sus oportunidades, de sus elecciones, de sus pasos y hasta de sus cruces.