miércoles, 5 de abril de 2017

Cámaras escolares

Al salir de clases hoy estábamos conversando con el profesor de historia en la sala de segundo. En eso llegaba el director y nos señaló una medida que, según él, sería la definitiva, el milagro disciplinar: colocar cámaras en lugares estratégicos del instituto, incluido en las salas. Al oír sobre la medida, ni a mí ni al colega nos agradó en absoluto. "Ni que la wea fuera pelicula", me dije de improviso. Pensé de inmediato en el Gran Hermano, en el panóptico, en la biopolítica aplicada al reducto educativo. El colega de seguro pensó en algún episodio escabroso de la historia. El nuestro. El de todos los funcionarios.

El director se estaba dando vueltas por todos lados verificando que no hubiese nada anormal. Su labor fiscalizadora tiene en realidad una explicación: La arremetida de los cabros que fuman dentro y fuera del instituto. El colega de historia decía que los cabros no estaban simplemente fumando por una cuestión hedonista. Su conducta a ratos errática, a ratos desafiante, se entendía como una forma de tensionar el límite de autoridades dentro del instituto. Su afición en el fondo era un juego de poder. Sin embargo, la medida de las cámaras nos parecía demasiado extrema. Sobre todo aplicada en la sala de clases. ¿Quién vigilará a los vigilantes? Es la pregunta de rigor en este caso. El colega de historia alegaba que si se llegasen a instalar cámaras en las salas, las clases inmediatamente se volverían verdaderos laboratorios, escenarios impostados donde un ojo ajeno estuviera constantemente evaluando y fiscalizando una situación, forzando de acuerdo a un mecanismo externo la relación subalterna entre el profesor y sus alumnos: "Imagina que no solo el director sea el personaje detrás de la cámara, el ojo del observador, sino que sea un ente superior, algún mercenario del ministerio, que dictamine, con criterios arbitrarios, distantes al aquí y ahora de la dinámica de la clase, qué es lo que deben o no deben hacer los profesores y sus alumnos dentro de las aulas. Se perdería la espontaneidad, la privacidad, la orgánica. Estarían violando el espacio de la clase, modificando la realidad a su antojo". Más o menos eso era lo que el colega de historia acotaba sobre lo negativo de la medida. Le comentaba de vuelta que quizá lo de las cámaras sea solo un aviso para meter miedo, cosa que sonaría del todo ridícula. A lo mejor, las cámaras estarán en zonas extra pedagógicas, solo como medida cautelar. Nada en realidad era cierto respecto a la futura instalación de esos visores del demonio.

Justo cuando salíamos de la sala, volvió el director y le explicamos nuestro descontento con la medida. El director en el fondo comprendía cada uno de los puntos en contra. No recurría a la falacia de autoridad para no propiciar una distancia demasiado evidente. Hizo en cambio algo inteligente: simplemente le bajó el perfil a la existencia de las cámaras, remarcando su futuro propósito preventivo y no punitivo. "Tranquilos, que las cámaras se activarán en los pasillos para captar que todo ande en orden. Nada más". Esa explicación era, en cambio, la excusa perfecta. La aparente reforma en el propósito de las camaritas para aprobar su instalación de forma subrepticia. Ante eso, el colega seguía afirmando que no era necesario. Al menos, que las cámaras no eran necesarias dentro de la sala de clases. En ese momento le seguía la corriente al colega para sumar fuerza contra la propuesta del director. Notando la desavenencia, entonces, señaló que para el día sábado, en una reunión extraordinaria, se discutiría el tema cámaras de forma oficial, con todo el equipo docente. Una vez de acuerdo con la reunión, el colega y yo asentíamos. El colega lo hacía para sí, de una forma un tanto suspicaz. Cuando salíamos de la sala del segundo rumbo a la sala de profesores, el director, de repente, con ánimo buena onda, bromeó diciendo: "Los voy a tener a todos identificados". Solté una risa corta. Algo forzada. El colega de historia, por su parte, siguió su camino, mientras el director volvía con entusiasmo, raudamente, a su oficina.

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