miércoles, 27 de abril de 2016


De entrada al Instituto en Viña, en la reja posterior, un hombre vagabundo con una pila de ropas viejas y un par de perros acompañándolo. También se apreciaban un par de lozas y una tetera de aluminio. Incluso unos cuantos rastros de pan a su alrededor. Se había tomado la entrada del Instituto improvisando una habitación temporal. Lo que para uno era el punto de ida, para el hombre viejo era el punto de llegada. Siempre momentáneo. Hasta que la inclemencia del tiempo o la presión social lo saquen de ahí y deba emprender nuevamente rumbo. Estando así afuera, parecía personificar sarcásticamente el futuro de los estudiantes del Instituto. 

Ya adentro, uno de los alumnos de la nivelación me comenta que está esperando afuera de la oficina al subdirector académico para justificar su inasistencia a una de las dos pruebas que debe. Me comenta que el motivo es nuevamente el trabajo. Debe hacer turno de madrugada donde trabaja, por lo cual no puede rendir la última de las pruebas restantes. Sigue esperando, al igual que yo, subordinado al arbitrio y la voluntad de la bendita burocracia. La aparente tranquilidad del subdirector nos sonríe a la vez que nos dirige. Ejerce desde su inercia diligente un efecto proporcional a nuestra ansiedad. En calidad de profesor, pero también de asalariado, espero para responder a una pregunta puntual, anecdótica. El alumno, por su parte, se va repentinamente. Interrumpe la espera. Va a la siga de otro profesor. Solo quedo yo. Espero. Luego de haber hablado con el subdirector, me dirijo normalmente a la clase de hoy. 

Ya habiendo finalizado con la clase, salgo a la esquina rápidamente a esperar la micro. Un grupo de muchachos y muchachas compartían colectivamente lo que parecía ser un pito de marihuana, mientras reían y leseaban de forma alborotada. Un anciano en el asiento del paradero, un poco fuera de sí, esquizofrénico, comenzó a rabiar contra el grupo de jóvenes por la bulla que metían. Resultaba un alegato ridículo considerando que en la vía pública no hay motivo de peso para dicha acusación. El anciano, sin embargo, hablaba solo. Los jóvenes hicieron caso omiso. Nadie ni siquiera lo escuchó. Demasiado absortos con el efecto del humo y las hormonas. El viejo siguió hablando solo, molesto, pero resignado al no ser escuchado. Después, sin más, tomó la primera micro. El grupo de jóvenes permanecía absorto. Fastidiosamente alegres. Vitales como una noche de mitad de semana. 

Pensar que la sociedad entera se construye en base a este juego de espejos: unos viviendo en la calle, otros saliendo hacia ella; unos esperando por un motivo de fuerza mayor, otros simplemente esperando sin razón de peso; y por fin, unos disfrutando de la compañía de sus semejantes, y otros únicamente defendiendo su derecho a protestar contra todos. La misma ida al trabajo, a ratos, rutinaria, repetitiva, agobiante, se volvía en verdad una encrucijada: desde cual lado del espejo (de la sociedad) reflejarse con exactitud. No es necesario viajar a ninguna otra parte. Como diría Tolstoi, describe tu aldea y serás universal. No es necesario siquiera desviarse del camino para obtener un resumen completo de la vida humana a un par de pasos. La calle, el trabajo, la vida social, la espera y la soledad. Adonde quiera que vayamos se repetirán esas palabras como fantasmas en espera de ser invocados a la primera exclamación.