miércoles, 3 de octubre de 2018

Paracetamol, vaso de agua y al sobre. El resfrío y el eterno retorno de lo mismo.
Estuve cachando el último programa de La Vega, sobre un personaje autodenominado "El faraón", un sujeto que vive mantenido por su mamá y su hermana a los cuarenta y que dice ser todo un "descansador". Un personaje como sacado de alguna novela de John Kennedy Toole. Un obeso quijote de la flojera. Más allá de lo hilarante y, por supuesto, lo caricaturesco del asunto, se aprecia de inmediato el carácter de reformatorio de la pereza que adquiere La Vega. Una especie de purgatorio donde los ociosos son llevados cual enfermos psiquiátricos o criminales antisociales para reintegrarse a la rueda general de la esfuerzocracia. Quizá no lo intuyo en ningún momento el "faraón descansador" con su actuación patética y con su delirio de grandeza rayano en lo infantil, pero con su participación televisiva consiguió desvelar, al menos solapadamente, el discurso hegemónico del espectáculo en contra del ocio como pecado capital, y a favor del trabajo por el trabajo como valor sagrado, por supuesto, todo bajo la lupa del empleado promedio henchido de orgullo con su efímero puestito y sus años de circo. La tv los quiere trabajando. La tv los quiere sacándose la conchesumadre. Los quiere ganándose la vida. Tu trabajo, paradójicamente, será su rating, será su sueldo.

Mandy

Mandy, más que una experiencia cinematográfica, es una experiencia multisensorial al rojo vivo, un viaje lisérgico lleno de celuloide a través de un imaginario digno de magia negra y thrash metal. Nicolas Cage, pese al estigma de sus papeles, es llevado al límite en el desparpajo de la violencia y la venganza contra los pseudo hippies motorizados de una secta comandada por un gurú loco de remate. El argumento es totalmente básico: año 1983, la historia de un tal Red Miller, un hombre que va tras la caza de los miembros de una secta que asesinó al amor de su vida, Mandy. Pese a esa limitación, el desarrollo atmosférico de la trama, sus planos secuencias que siguen de cerca el descenso a los infiernos del protagonista, la fotografía dantesca, unida a una soberbia producción y una banda sonora de grueso calibre, compensan todo el mal rollo. Cabe destacar la escenografía en la parte neta de la venganza sanguinaria, donde claramente está presente el guiño al cine b, al slasher ochentero, y a los paisajes fantásticos de las historietas de Heavy metal, llenas de ese pulp genuino y nostálgico, y de personajes legendarios y seres demoníacos conviviendo, confrontándose en una dimensión saturada de una épica hardcore. Personalmente, el enganche inicial fue, sin duda, lo más memorable del visionado, con el arranque de Starless de King Crimson, a modo de mantra iniciático que avizora, en cierta forma, la visceral psicodelia que tendrá lugar más adelante proyectada en la mente del espectador, de modo que aquí la música, su efecto desolador y tanático, cobra una relación orgánica con el filme. No espere en Mandy grandes diálogos, reflexiones existencialistas, ni tampoco actuaciones demasiado brillantes. Se precisa verla en calidad de amante de la violencia gráfica, el gore, la estridencia y la cualidad abrumadora de ciertas sustancias. Vaya y véala, si es que desea darle un festín grotesco a sus sentidos, a la vez que un efecto desasosegante que emula a ratos el propio efecto alucinógeno del ácido expuesto en la película con tanta crudeza.