martes, 20 de noviembre de 2018

Zelda, Ocarina del tiempo: 20 años de una leyenda.

20 años exactos de The legend of Zelda: Ocarina of time. El videojuego fue el primero de su franquicia en ser llevado a formato tres dimensiones, y ha sido reconocido durante mucho tiempo por la crítica como “el mejor de la historia”. Y con justa razón. Primero que nada, los aspectos visuales para la época (1998, plena eclosión de la tecnología 3d) eran insuperables y marcaron una pauta de lo que vendría a ser en el futuro la tónica de los videojuegos de plataforma y de RPG. Cómo olvidar, por ejemplo, los espectaculares escenarios a través de los cuales Link debía quemar etapas para encontrar las diferentes piedras espirituales y así contrarrestar las fuerzas malignas de Ganondorf, salvando el reino de Hyrule. En el videojuego, las definiciones gráficas a 256 megabits eran tan buenas que dotaban de una naturaleza perfectamente distinguible a cada espacio diseñado, y de una riqueza unida a una estética lo más pulcra posible. Las definiciones gráficas eran simplemente revolucionarias y -merced a la diegesis de la ficción-, me atrevería a decir, hasta mágicas.

Otro punto en el cual Ocarina of time pudo sobresalir con creces era la jugabilidad. Los comandos para Link eran tan versátiles que permitían una serie de movimientos de batalla que entraban en consonancia con la naturaleza de la aventura, y además poseía una gama de botones con los cuales Link hacía uso de un arsenal no menor de armas e ítemes que le permitían abrirse paso a través de los diversos combates y acertijos. El manejo con el arte de la espada, mediante el preciso uso del “Z targeting”, le daba un plus tal a las batallas en 3d que las hacía intensas y dinámicas, y eso, sumado a la experiencia de enfrentar jefes cada vez más difíciles en el camino hacia el viaje en el tiempo, volvía la búsqueda del espadachín verde un auténtico reto de proporciones épicas.

Un tercer punto que colocó a nuestro cartucho en el Olimpo de los videojuegos era la complejidad en la consecución de los objetivos que se le imponían al héroe. Era tal el nivel de dificultad que aseguraba al jugador horas y horas de máxima concentración con lo vivido y experimentado en el universo lúdico. Estaba el escenario completo del reino de Hyrule con sus variopintos personajes, cada uno de los cuales poseía una historia y un contexto totalmente único, cuestión que posibilitaba una multitud de pequeñas misiones alternativas a la búsqueda oficial, o bien necesarias para su cometido. También estaba, y con especial importancia dentro del juego, el viaje en el tiempo como leitmotiv central. Allí no solo el espacio cobraba un sentido, sino que lo hacía el tiempo. Para salvar a Hyrule, Link debía literalmente viajar a través de él, al liberar el sello del templo del tiempo con la espada maestra. Con esa hazaña, pasaban siete años de golpe, y Link pasaba automáticamente de niño a adulto. Las consecuencias que traería este viaje serían funestas, no solo para su entorno, sino que para los suyos. Por ello, a medida que avanzabas, intentando superar la trampa interpuesta por Ganon, se hacía imprescindible volver al pasado para continuar con la latente aventura. El viaje en el tiempo, entonces, constituía un motivo angular. Todo esto permitía que la historia, digamos, el proceso mismo de la aventura de Link, estuviese ligado de manera intrínseca a la habilidad y a la pasión del jugador, gracias a la cual la trama general podía llegar a su conclusión definida. Y cómo pasar por alto lo más atractivo del videojuego en sí mismo: los templos. Verdaderas dimensiones de pesadilla que implicaban un paso obligado para el héroe, y que suponían una serie de ardides repletas de batallas, pruebas de astucia, puzzles y hasta momentos emocionantes, conjunto que podía garantizar al real jugador la sensación de estar viviendo él mismo la obsesión por pasar cada etapa a toda costa. Y en este punto quiero ser muy enfático: solo los verdaderos fanáticos de los videojuegos y, en particular, amantes de este cartucho legendario, pueden entender el nivel de compenetración emocional que significaba el jugar el Ocarina of time y dedicar casi gran parte de la infancia y la temprana adolescencia únicamente a “darse vuelta” este juego casi como en un imperativo categórico.

Un cuarto punto a destacar era el de la música y la banda sonora de la mano de un más que inspirado Koji Kondo. Eran simplemente fuera de serie. Tanta era la predominancia de la música que se hacía necesario el uso de la ocarina y del poder de sus melodías para poder seguir avanzando. Gracias a Sheik, guardián de la princesa, (que como todos los gamers saben, resultó ser ella misma) entendíamos que cada melodía aprendida escondía, aparte de una fuerza, un secreto y una historia particular. El lulabi de Zelda era un arrullo bellísimo, y era indispensable para poder comunicarse con la Familia Real en ciertos puntos de la búsqueda. Destacaban con especial interés, también, el tema central de Hyrule, el tema del desierto, el misterioso bolero del fuego, la prístina atmósfera de la caverna de hielo, sumada a la armonía que inundaba la cueva de los Zora. Con el poder de la ocarina, Link era capaz de manejar el día y la noche a voluntad, llamar a los espíritus de la Familia Real, incluso invocar la lluvia y la tormenta. Algo curioso que se deja entrever para los apasionados de la música de Kondo, y en especial, para los entusiastas de las franquicias de Miyamoto, era que Kondo dejaba su sello artístico en cada pieza musical y en cada nivel compositivo. Así, por ejemplo, escuchar los pasajes de Star fox guardaba una que otra reminiscencia directa con los pasajes que figuraban en el Ocarina of time. Además, el mismísimo tema principal resultó ser una versión extendida y mejorada de una pista del Mario 3. En suma, la música en el juego tenía un elemento orgánico, no uno simplemente subsidiario o accesorio. Podría decirse que hasta protagónico. Y era por esas pistas orquestales e instrumentales de un enigma y una belleza inusitada que la experiencia del videojuego no solo impelía a la acción, sino que tocaba fibras sensibles que hasta el día de hoy recordamos con suma melomanía y con la nostalgia de una época de oro.

Quinto y último punto que cierra esta apología. La historia personal de Link, del huérfano devenido leyenda, sumada a la trama de la aventura. El periplo de Hyrule, un reino invadido, una Trifuerza que regía el destino del mundo. Para los más exigentes podrá parecer un reciclaje más del camino del héroe ya analizado por Joseph Campbell. Pero los que ven en esto un defecto no han entendido nada, pues en esto consiste el valor de una buena historia: servir de inspiración y de identificación para las generaciones siguientes. No hay nada nuevo en aquella intrincada lógica del bien contra el mal, pero no podemos negar que su recreación siempre nos interpela y emociona porque conecta con arquetipos universales. El personaje de rol es un avatar. Una proyección del yo posible gracias a un simple algoritmo digital. Y en él se encarnan, merced a una historia épica, todas las cualidades del héroe mítico. Prácticamente toda la experiencia narrativa del Ocarina of time, estaba llena de instancias dramáticas, como era el caso del verdadero origen hyruliano de Link, el linaje de Ganon y su ambición a toda prueba o los secretos que escondía la princesa Zelda antes de la llegada del mal al reino. A esas pequeñas cuotas shakesperianas se unían múltiples subtramas, en consonancia con la búsqueda del héroe a través de las diversas misiones. Como resultado, prácticamente todos los personajes a lo largo de la aventura, a pesar de estar supeditados al devenir del protagonista, tenían una vida propia y hasta, digamos, un destino propio, independiente de los grandes propósitos que harían debatirse entre el orden y al caos al universo completo de Hyrule.

Un sexto punto que quizá algunos no hayan notado, es el de las referencias literarias. Son muchas. Partiendo por el propio nombre de la princesa de Hyrule, Zelda, en honor a Zelda Fitzgerald, la esposa de F. Scott Fitzgerald. A propósito de esta referencia, Miyamoto comentaba que ese nombre le parecía de alguna forma atractivo, encerrando el misterio y la fascinación necesarias para la construcción del personaje de la princesa. Se desconoce, eso sí, cómo fue que Miyamoto dio con ese nombre. La historia detrás de este hecho tal vez podría sumarle una anécdota aún más significativa a la referencia. Un segundo nombre guarda también una relación especial con un escritor decimonónico. Ese nombre es el de los fantasmas del pueblo de Kakariko, los Poe, que, como es obvio, tomaron la referencia del apellido de Edgar Allan Poe. No hay nada confirmado, pero podría ser que Miyamoto, al trata de darle una personalidad a sus fantasmas, pensó en el genio de los relatos de terror y suspenso para así bautizar a estos seres de la oscuridad. Una última referencia dice relación no con el nombre, sino que con la inspiración para la figura de Link. Y resulta evidente, porque está basada nada menos que en Peter Pan, del escocés James Matthew Barrie. De esa manera, se explica que Link en todo momento vaya guiado de un hada, en este caso, la entrañable Navy, y se explica, en parte que los personajes de la raza Kokiri, a la cual se creía que pertenecía nuestro héroe, no crezcan nunca y permanezcan como niños, por siempre.

A veinte años del estreno del Ocarina of time, sin duda el sello del tiempo ha sido quebrado. Y algunos todavía pensamos en términos de espadas y calabozos. Estamos más viejos, y nos vamos pareciendo más a ese Link adulto, desengañado, enfrentado con el apocalipsis de su viejo mundo, que a ese Kokiri del bosque, que a ese Peter Pan lleno de ilusiones y exento de recuerdos. La memoria nos sujeta a sus laberintos y mazmorras. No obstante esta fatal falta de magia y de inocencia, la sensación de haberse dado vuelta el videojuego permanece imborrable. No hay retorno posible a aquel reino, pero el sello del tiempo continúa sujeto a nuestra capacidad de asombro y también de desencanto con la realidad. Ocarina of time representa fielmente esa encrucijada.