viernes, 13 de octubre de 2017

El Instituto Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford publicó hace poco un estudio en el que prevé hitos de la Inteligencia Artificial de aquí a cincuenta años más. Uno de los hitos señala que para el año 2049 app la IA ya podrá escribir una novela que llegue a la lista de best sellers de NY Times. En la nota a la noticia, Rómulo Fuentes, investigador del Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica, acotó que la inteligencia artificial nos permitirá automatizar tareas engorrosas que hoy demandan mucho tiempo, por lo que "estos pronósticos hay que verlos como una liberación". Unos lo ven con pesimismo, puesto que muchos quedarán sin pega. Otros, en cambio, con un entusiasmo inusual, puesto que significará el momento en que la IA por fin pueda abarcar todo el espectro de la cultura, no solo la dimensión técnica-mecánica. No sé ustedes, pero la posibilidad de una novela escrita enteramente por una Inteligencia Artificial resulta del todo intrigante. A qué autores recordaría, entendiendo que toda novela, que todo texto se inscribe dentro de un discurso y de un continuo. Y, por sobre todo, qué clase de bizarras historias contaría, suponiendo que una IA fuese capaz de inscribir un relato en el universo. Señoras y señores, como dijo el Indio Solari, el futuro ya llegó. Estamos ad portas del siglo de la automatización.

El cráneo

Unos cabros del primero revisaban noticias. Salió a raíz de la noticia por un cráneo encontrado en la costa de Valpo una pregunta algo indiscreta. "Profesor, si por ejemplo alguien entrase a su casa y amenazase a su familia, ¿usted sería capaz de matarlo?". Reconozco que la pregunta, aunque predecible, me dejó anonadado por lo directa. Le iba a responder que sí, que solo por defensa propia, sin reflexionar ni cavilar demasiado la réplica, casi respondiendo sobre la marcha, estando demasiado pendiente de lo que ocurría además en el resto de la clase, pero tampoco despegando del eje de atención en torno a la posibilidad remota del asesinato como alternativa hipotética. En eso su compañero de al lado lo escuchaba, y contestaba directamente que no. Que a todas luces no sería capaz de matar a nadie, fueran cuales fueran las circunstancias. Que además eso resultaría, para la justicia, algo ilegal. "Es ilegal matar a alguien en este país, wn. Aquí la víctima si se involucra paga lo mismo que el victimario". El chico del principio, intrigado por la respuesta de su compañero, y contrario a su posición, le rebatía diciendo que sí era legal, siempre cuando fuese en legítima defensa. "Y además siempre cuando seas hijo de algún político". Así hacía las veces de abogado del diablo, sin realmente planearlo, y ambos seguían su propia discusión sobre la moralidad y la (i)legalidad del asesinato en un caso extremo. Mientras se iban metiendo cada vez más en sus argumentos, se abstraían poco a poco de la clase, hasta que sobre su discurso solo se dejaba ver el ánimo bélico de sus posturas antagónicas. "Eso es lo que debería provocar el tema de la muerte en clases", me dije posteriormente. Ante la energía de los cabros la realidad de la clase se volvía una pura tribuna bulliciosa, ya no indiferente, solo indirectamente pasiva. No importaba la prolijidad, ni siquiera la razón de sus dichos, solo la extraña y oscura razón que les impelía a seguir discutiendo hasta el fin sobre un punto tan delicado y polémico.

Nadie ganó. La discusión quedó en nada. Los cabros perdían de repente la concentración y su brillante discusión se evaporaba junto con el desconcierto general de la clase. Solo permanece abierta la gran interrogante sobre el dilema aún no resuelta como una nube invisible amenazando con desatar una tormenta. La interpelación por un hipotético caso extremo en donde no quede otra opción que matar o morir. Parece que solo se puede saber la verdad del caso estando en los zapatos de la víctima o del victimario imaginario. Se mira a huevo pero no se alcanza a sopesar ni dimensionar todavía el dilema en toda su profundidad. Aquel cráneo hallado en una costa de Valparaíso, sin duda, había sentado un precedente. Había instalado la inmortal duda sobre la necesidad de matar. Sobre la necesidad de morir. Los cabros habían olvidado tan rápido su tesis como habían olvidado la idea de la muerte. Ahí radica el verdadero peligro. El cráneo sigue, sin embargo, pululando silenciosamente en sus mentes. Lo sé por qué también sigue pululando en la mía. Sigue sostenido de forma inevitable sobre sus palmas como Hamlet. Su imagen es lo que no debe nunca desaparecer.