domingo, 11 de diciembre de 2016

Esperando la micro 520 desde población Isla de Pascua, a un costado de la subida, una chica con dos niños. Seguramente sus hijos. Ante la inusitada demora de la micro en llegar, comienza a patear la perra a mi lado. Se rompe el hielo. Se toma la confianza de explicar el por qué se demora la micro, y cómo en la semana no ocurre lo mismo, y por qué tiene tanta prisa. Le digo que no era del sector, que solo venía de visita, pero que incluso de esa forma la espera resulta exagerada. Que a lo mejor caminar resultaría más provechoso. Dice que ojala fuese así. Que en ciertas ocasiones hasta se lo ha propuesto. En eso llega la micro -Hablando del rey de Roma, agrega ella-. Sube con sus niños. Subo yo después. Al fondo ella atendiendo un llamado telefónico. Se le oye explicar a otra persona -seguramente, su pareja- lo mismo que me explicó allá arriba. Mientras que, a un asiento del costado, se siente el motor imperturbable, rugiendo al compás de sus dichos, avanzando a pesar de nuestro silencio.
En el Peatonal frente a la feria de los juguetes, estaba aquel viejo barbudo que otrora deambulaba por Pedro Montt, sentado solo en toda la esquina vestido de viejo pascuero, esperando que algún niño o niña se quiera tomar una foto con él por unos cuantos pesos. Durante la temporada otoñal, el parecido de ese mismo viejo con Marx resulta preocupante. Es como si su apariencia cambiara por temporadas. De hecho, hace tiempo nos increpó junto a un compañero, al escuchar nuestros dichos sobre su figura oscilante entre Santa Claus y Marx. Su increpación fue inteligente. Preguntó qué significaba la barba para nosotros. Nadie respondía. Él dijo que la barba era un símbolo de nobleza. Alguna suerte de atributo hidalgo, que sobrevive a los avatares de la tradición. Luego nos preguntó qué significaba la Pascua realmente. El compañero respondió, sin más, que significaba la resurrección de Cristo. El viejo asintió diciendo: "Ya, pero eso es lo que la Iglesia quiere que creas. Esa es la pomada que les venden". Después, agregó: "Por eso, dejen de juzgar por la apariencia. Les puede salir el tiro por la culata". Concluía en evidente tono a la defensiva, marchándose calle arriba. Ahora que veo a ese mismo viejo –con su discurso anti sistema- vestido de viejo pascuero, trato de pensar entre líneas, aplicando su propia prédica. Aún así, no puedo dejar de pensar en su disfraz. A la pasada, el hijo de una pareja joven le pide una foto. El viejo posa tratando de lucir fotogénico. Seguramente el hijo le pedirá también algún deseo. Y él a su vez pensará que lo que hace lo hace solo por la plata, que nada de eso en verdad es lo que parece. Que, sin embargo, así es como funciona la fiesta: en base a una fantasía financiada por sus propios invitados. Que, después de todo, el deseo de ese niño inocente –como el de tantos otros- volverá teledirigido a sus padres, manteniendo viva la ilusión a costa de su escepticismo.