miércoles, 11 de abril de 2018

Operación Deyse

Sin previo aviso, cuando proyectaba la película de Miyazaki en clases, un timbre largo, seguido de unos estruendosos campanazos en todo el colegio. Los cabros salieron corriendo en dirección al patio en desorden y en un acto casi automático. Los alcanzaba a atajar justo cuando reaccioné apenas a tan inesperada situación. De esa forma, iban con premura hacia el centro del patio para formarse, chacoteando y jugando en el camino. “¿No se acuerda de la operación Deyse, profe?”, me decía uno, el más risueño pero revoltoso. Otro a su lado preguntaba a quién se refería, y quién había inventado tal operación, si acaso una tal “Daisy”. Duda que yo también acarreo desde chico, por cierto. Siempre pensé que se trataba de alguien con ese nombre, cuando en realidad la palabra es un acrónimo de "De Evacuación y Seguridad Escolar", una referencia, por supuesto, mucho más rutinaria y menos significativa. (Recuerdo, de hecho, que para la práctica final ocurrió algo similar. Había que evacuar la sala al sonido de una alarma. Lo raro y azaroso fue que, de vuelta a la clase, ocurrió realmente un breve temblor. Los alumnos se preguntaban cómo el temblor había ocurrido justo después de haber simulado una evacuación, como si la tierra se estuviese burlando del colegio y sus protocolos).

Una alumna, antes de llegar al patio, donde ya todos los otros chicos se formaban bajo la tutela de los profes, comentaba con otra el temblor de la mañana. Remarcaba lo fuerte que había sido. “El temblor re fuerte oh. No pude dormir nada. Me despertó súper temprano”. La compañera, por su parte, le asentía, pero riéndose por el hecho de que el temblor le había servido de despertador. “No veí? Diosito te quiere despierta”. Ambas seguían echando la talla, hasta que llegaron a donde todos se encontraban. En ese momento, aparecía por el costado la profe de parvularia, bien prolija, totalmente ordenada, con los cabros chicos detrás suyo, también marchando en dirección al centro del establecimiento. Se dio cuenta que no llevaba el libro de clases entre las manos. Lo notó de inmediato y preguntó: “¿Oye, y tu libro de clases? Búscalo, te pueden retar”. Lo decía, en todo caso, con evidente simpatía y tranquilidad. Atiné a mandar al chico revoltoso del principio a buscarlo. Este partió en un dos por tres a la sala y lo trajo rápidamente.

Por extraño que parezca, no conseguía que los cabros formasen una maldita fila, solo estaban unos con otros, de frente al promontorio donde iba apareciendo la inspectora para dar una información. Mientras estaban así, seguían cuchicheando. Uno que otro hueveaba notando lo sorpresivo del asunto, y lo desprevenido que me había tomado. “Quedó cachúo”, le dijo un chico a otro, pronto a poner atención a los dichos de la inspectora, procurando a duras penas que guardaran silencio. Ella, con micrófono en alto, comenzaba a remarcar el hecho de que toda la operación se trataba solo de un simulacro. Les recalcaba, además, a los cabros, con cierto ánimo de reprimenda, que el tiempo de evacuación había sido demasiado largo. “Dos minutos, y eso ya es demasiado. Para la próxima debe ser de un minuto y medio. Ni un segundo más. Ni un segundo menos”. Más atrás, un par de chicas comentaba que quería volver a la sala. Victoria pírrica. Se habían quedado pegadas con la película y el simulacro les había cortado la inspiración. Otros, en cambio, buscaban que la cuestión se extendiese lo más posible para sacar la vuelta, pero, de todos modos, entusiastas con el visionado de la película, que ya, a estas alturas, había sido lo único exitoso de la jornada.

Al terminar de explicar las circunstancias y los deberes en relación a la operación Deyse, la inspectora se refirió a los profesores. Levantó un libro que ella guardaba entre manos, en evidente señal de que los colegas se hicieran presentes, levantando también, en un acto reflejo, sus respectivos libros de clases. Todos los otros profes, como era de esperarse, lo hicieron en el instante. Le seguía yo justo al último. Había pasado piola, porque la inspectora ni nadie de los grandes lo había notado, pero los cabros sí. Y se rieron con el hecho. “¿qué onda profe? Tiene que levantar el libro pues”. “¿No se acuerda de la operación Deyse?”, repetían sin cansancio ante la inesperada reacción de su profesor. Me las saqué diciendo: “El temblor de la mañana me había dejado aturdido”. Los chicos se quedaron callados, en señal de obtuso entendimiento, o bien, en señal de que el gran simulacro estaba por acabar. El sentido de la operación era emular una situación hipotética de terremoto. Y como tal, debía realizarse de modo que fuese lo más imprevisible posible. Pero no contaban con que olvidara por completo el modus operandi. Era cosa de acordarse del movimiento de tierra matutino, y luego, internalizar la regla de tal manera que, durante la jornada, el simulacro no resultase del todo fortuito. Sin embargo, la simulación había llegado en forma de réplica disciplinaria. Era producto de una medida de la cual no estaba enterado pero que, pese a todo, me incluía. Los únicos al tanto de la situación, aunque suene paradójico, eran los propios cabros, que no paraban de recordarme el absurdo de recrear un evento completamente ajeno a la voluntad pedagógica.

Ya a la salida, estaban el director y la secretaria en la oficina. Les comentaba que la operación Deyse me había tomado por sorpresa. Y que, por eso, la salida de los cabros había sido un tanto abrupta. “De eso se trata”, decía el director, con un gesto tan despreocupado que parecía obviar lo engorroso de la simulación. Por su lado, la secretaria respondía de vuelta, diciéndole que, pese a ser un país sísmico, no tenemos cultura sísmica. El director sonreía, mirando hacia el exterior de la ventana. Un nublado inexorable.