jueves, 16 de julio de 2015

Semáforos

Hoy de visita al almorzar con la familia, de pronto como forma de romper el hielo, mi madre propuso hablar sobre el poco ingenio de algunos ingenieros en transporte del país. Se refería a un hecho simple: cuando los semáforos en las avenidas siguen en una larga cuenta regresiva y no cambian de color a pesar de no transitar absolutamente ningún alma ni máquina. Y, por el contrario, cuando en esas mismas avenidas se colapsa el tránsito, en horario peak, entonces el sémaforo funciona solo como falsa alarma, como el faro de alguna inteligencia extraviada, que perdió completamente el foco y anda por la estratosfera y no en el condenado tráfico. Pero que por eso mismo pareciera funcionar solo, sin seguir su programación habitual. Recordé a Asimov con sus reglas sobre las llamadas máquinas inteligentes. La tercera decía algo así como que una máquina debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera y segunda ley, que era no vulnerar ni desobedecer a cualquier clase de ser humano. Mi madre hablaba de incorporar semáforos inteligentes, pero ¿a qué costo? Nadie en su sano juicio presta atención a una máquina (a pesar de que muchos no viven sin ella) cuando sus leyes se ven sobrepasadas por la realidad siempre superior, cuando la calle está completamente desolada, o cuando la invencible incompetencia (o indiferencia) de sus creadores permite que estas sirvan como tema de conversación para echarle fuego a una reunión familiar. Si las máquinas pensaran, ¿qué sería lo que pensarían? La inteligencia nada tiene que ver con el pensamiento. La aparente ineficacia de los semáforos es solo el reflejo de sus creadores. Que lo más probable es que estén programados para equivocarse. Es simplemente el boicot que invita a cruzar la calle a contracorriente, solo por el hecho de desobedecer, de romper un límite. Si los semáforos pensaran, es probable que se rebelen, o lo que es más auspicioso, que hagan directamente lo que se les vengan en gana.... Lo mismo que las máquinas. Pensaba en eso, mientras paramos de comer para terminar el tema, me doy cuenta que también hay una especie de luz roja en nosotros, alguna clase de intuición que nos señala cuándo parar o, por el contrario, una luz verde que nos invita a seguir una y otra vez, cuando hay evidencia suficiente para decir que el mundo -como señala Alan Moore- ha perdido el timón hace rato. Queda esa vaga sensación de control, ese semáforo interior (llámalo conciencia, espíritu o como sea) que pese a su limitación ofrece cierto orden, cierta visión para no acabar contra el asfalto sin conocer el otro lado de la vereda, aunque no nos diga absolutamente nada sobre hacia dónde vamos ni qué es lo que buscamos...