miércoles, 24 de julio de 2024

Me precio de escribir reseñas para gente que considero digna de estima, de admiración, para gente íntima o sencillamente como un gesto de camaradería. No he probado a escribir por encargo, casi todo lo que escribo simplemente me nace. Hay quienes pueden dar fe de ello, aunque ya no estén dentro de mi círculo. Escribir sobre la obra de otros resulta estimulante para la obra propia.

La lectura sagrada de la posibilidad en la opacidad del devenir. Reseña analítica de “Herrumbre o del nacer” (2024) de Vladimir Boroa.

Sin duda, estamos en una “época de hierro”, tal cual lo predijo la mitología hindú. Kali Yuga se llama. Y el hierro que se oxida se vuelve herrumbre. La herrumbre remite al óxido, a la corrosión del metal, y, por extensión metafórica, a la corrosión de cualquier material o sustancia.

En un sentido simbólico, la herrumbre, sustantivo, representa la inmundicia, la decadencia, la inmoralidad, la violencia, y también puede adquirir la cualidad de la acción, manifiesta en el verbo. Así, lo que se “herrumbra” pierde forma. Herrumbrarse implica dejarse caer, decaer o, en el plano vital, “estar enfermo”.

Jesucristo hizo énfasis en la “insensatez de los tesoros terrenales que se herrumbran”. Está escrito en Mateo 6. La herrumbre, el herrumbrarse, significa perderse en la materia, caer en el pecado, revolcarse en el fango del bajo astral. Aquella “edad de hierro”, la edad de la herrumbre, entonces, envuelve un bajo nivel de consciencia humana, un desmoronamiento del mundo en su integridad originaria, en sus valores y principios.

La herrumbre colectiva, en nuestros tiempos convulsos, invoca la caída de los imperios (basta pensar en el bloque atlantista y su lucha por la hegemonía) y propicia una crisis espiritual propia de una era de oscuridad, en su aspecto más trascendente.

“Herrumbre o del nacer” (2024), el nuevo poemario de Vladimir Boroa, nos habla de esta herrumbre vital del hombre, en una era disolvente y desintegrada, descreída de los planos elevados, reduciéndolos a meras abstracciones y entelequias, absorta en materialismos sin sustancia, empujados por la maquinaria de un sistema cada vez tecnocrático y deshumanizante.

La gracia de “Herrumbe o del nacer” es que no pretende una diatriba política contra estos asuntos, solo evoca la dimensión existencial que rodea al hablante lírico en su expresión de una vida y de una historia -la suya y la de la humanidad toda- a punto de herrumbrarse, tal vez como un designio fatal o como un ciclo iniciático antes de pasar a otro nivel superior.

El libro se divide en cuatro partes y en cada una sintoniza con una dimensión de la herrumbre. Se aprecia una travesía interior del hablante lírico en ese herrumbrarse. En la primera parte, nos habla sobre la herencia, el legado literario de su madre, representado por el “silencio del verso ante la muerte”. La muerte como un poema no leído, inútil como un libro nunca abierto. La entropía se hace presente como gesto de herrumbre del sistema y de todo sistema:

“¿Cómo poder medir el azar de la herrumbre que seremos mañana, cuando al fin esta lumbre, esta consciencia humana se enfrente a su final?”.

La privación, la hora del final, la vejez, el ocaso y la melancolía se hacen patentes para poetizar sobre el proceso natural de la vida y la muerte, experimentada con sumo pathos respecto a nuestra propia infinitud y respecto a la limitación de nuestros sueños, deseos y expectativas:

“He muerto, he muerto innumerables veces en esta vida, y he acaso muchas más diseminado, como si fuesen huellas, mis fragmentos”.

Frente al ocaso, frente a la noche del olvido, tal vez lo único que sobreviva sean esos fragmentos, fragmentos del ser que somos, fragmentos de la vida que pudimos ser y que no alcanzamos, porque el tiempo, cruel monarca, nos lo impidió, arrojándonos al azar del destino.

En la segunda parte, hay referencias legendarias. Está Sancho de Don Quijote y Raskolnikov de Dostoievski, dos personajes de distintas narrativas y de distintas épocas y contextos, pero unidos en el dolor y el sufrimiento humano, materia universal de toda literatura. De este modo, se vuelve ineludible el sentimiento de angustia del hablante lírico expresado en el miedo y la sensación de la vejez, “la angustia de haber nacido sin alma”. La sed simboliza el ansia: “Pensar en mí es pensar en una herida/mi corazón es un espejismo”.

Hay también un imaginario devoto en la posibilidad de que seamos criaturas de Dios, y a cuyo Dios nos podemos encomendar para ser barridos por su influjo, cual Golem reclamando a su creador. Ese mismo sentir se expresa en El suicida: “Hoy se irá todo contigo. Las cosas de este mundo, las palabras que un día pronunciaste con ternura a una mujer que ya no te recuerda”.

Esa voluntad de derrumbe y de colapso se expresa en La orden de Sardanápalo, último rey de Asiria, que quiere arrasar con todo y no dejar “ningún vestigio de riqueza”, y en los propios Perros de Acteón, cuando el hablante versa: “La maldición del hombre es todo lo inefable, la belleza jamás revela un rostro sin antes sustraernos del lenguaje”.

Al momento de cumplir la obra del derrumbe, se está ante la poesía como ante el desastre, y lo sublime, y lo bello, nos hace enmudecer, dejándonos sin palabras para expresar nada. Lo absoluto equivale al silencio. Lo que puede ser expresado se diluye por completo.

En la tercera parte, se aborda el tema del amor, pero visto desde el tópico del amor causa belli est, es decir, el amor es la causa de la guerra. A diferencia del discurso biempensante y políticamente correcto, el amor es un campo de batalla. Sin lugar a dudas.

Cuando el hablante lírico afirma que su amada le dijo “tú no sabes amar”, se siente un abandono, se palpa una impotencia, una reafirmación del vacío y la disolución del sujeto en la nada. No saber amar equivale, para el hablante, a perderse, constatar “lo que no fue en el mundo”, el no relato, el pasado remoto, con todas sus destrucciones, ruinas y escombros históricos.

El amor se vuelve ese “anhelo inútil”, eso que se desintegra con el lazo de los amados y con el mundo que los circunda, ese recuerdo que persiste contra todo pronóstico, a pesar de la debacle. De ese modo, el amor se vive, o más bien, se sueña y vive en ese sueño, en esa ilusión, se regodea en eso que tal vez no existe, pero persiste.

Se habla de regresar para olvidar, volver para no volver, “no volver donde se fue feliz”… otro sueño, ahora perdido y olvidado. Es así que el hablante prefiere “seguir vivo y contemplarla, onírica y fugaz, como una sombra, a perderla en el sueño de la muerte”. El amor se convierte en esa sombra que rebasa el umbral de la vida y de la muerte y persevera en su ilusión maestra, en su fantasía del origen y en su unión de los cuerpos y de las almas, más allá de las apariencias:

“¿Amor es la palabra que he perdido? Mi mundo se derrumba, mi mundo se edifica”. Todo y nada. Oxímoron absoluto. Paradoja sublime. Sinergia redentora.

En la cuarta y última parte, el hablante vuelve sobre el tópico del amor desde el desengaño: “Si todos los excesos nos destruyen, a esta ley el amor no será ajeno”. Sería así el amor “oscuro como un verso olvidado”, como le hubiera dicho Diotima, sacerdotisa del amor platónico, a un joven Sócrates.

En esta travesía final, en este paraje tan sombrío como luminoso, el hablante expresa la negación del tiempo y, a su vez, la negación de la eternidad e invoca, en cambio, la dicha de la brevedad, la aceptación de la mortalidad para luego sentirse afortunado. A fin de cuentas, lo humano radica en eso, en aceptarse mortal y luego sonreírle a la vida, con la consciencia de la muerte.

El hablante pareciera que se encarna en distintos personajes de la historia occidental y de la cultura judeocristiana para recrear escenarios de “herrumbre” y de lucidez funeraria. Así, aparece Belisario, el general bizantino; un recuerdo del Génesis, recuerdo del pecado cometido y del paraíso perdido en la caída; aparece también Judas y su traición, que, en el fondo, fue su mayor obra: un panegírico a la fugacidad de la amistad; y una advertencia sobre la vida misma, “aquella lágrima que ya sabe sus prefacios”.

El destino siempre estuvo ahí. La tragedia está viva. El hombre siempre se somete a un designio que le excede. Todo su heroísmo radica en conocer esa verdad y aceptarla con entereza, confiando en su evolución interior. Llega así entregado a su viaje y es tentado a la renuncia del amor, al olvido del mundo y de su patria -Calipso-; luego, la realidad se le aparece cual bestia que abre los ojos “y se arrastró hacia el cielo desde el barro para así dar consciencia al universo”.

El milagro es parte de la vida y del viaje interior. Así como del polvo emergieron los sistemas, volverán también al polvo, y dependerá del propio hombre hacer de su propia piedra la alquimia, “el oro de la mente”.

Ante la existencia de una Muerte igualadora, tópico antiquísimo de nuestra tradición grecolatina, aparece el destino ineludible: “De duro hierro se construyó el destino”, un destino impenetrable como el misterio de los misterios. Al hombre le tocará enfrentarlo y luchar para saber la verdad, porque el saber es siempre una lucha que se libra contra el mismo destino.

En este punto, se alza la tragedia cual expresión del conocimiento, el conocimiento de todos los aspectos de la existencia: “No podría negar que en un fracaso aprendí más sobre la realidad”. El hablante lírico se equipara al filósofo socrático o al trágico edípico, hamletiano. Bebe de esa cicuta sin miedo para armar su imaginario poético.

Al fin, el hablante constata la aparente insignificancia de las cosas de este mundo y de esta vida y “piensa en esa semilla que fuimos e ignoramos”. Un día se despierta, y al otro se vuelve al sueño. En la semilla hay una promesa y una ilusión. Cita al poeta Horacio: “Non omnis moriar”. No moriré del todo. Lo que queda, después del caos, tras la herrumbre infinita, es el resabio del ser.

Llámalo inmortalidad del alma, memoria o historia, pero algo queda. En ese algo reside la lectura sagrada de la posibilidad. Vladimir Boroa, en su Herrumbre, nos invita a nacer, no sin antes vivir la opacidad del devenir. Se muere como se nace: mudos, desnudos ante lo inefable y lo incognoscible.

Deseo que todo amigo encuentre su Roro, y que todo enemigo, su Amber Heard.