Ayer
fui a por una película sobre la vida de Tarkovski, en la Ratonera,
actual sede Cousiño del Duoc Uc. De inmediato, entre una especie de
estupor y de desvelo solo puedo concebir como real aquella parte en que
hablan sobre los cuatro elementos en la imaginación del ruso. La
implicación posterior es obvia: en mi cabeza rememoran con fuerza dos
escenas grandiosas, y es ahí cuando intuyo los verdaderos
dolores de parto que uno psíquicamente se induce como una forma de auto
erotismo falsamente heroico, como si con semejante sacrificio invisible
fuese a sacar algo en limpio, como si la chica que acompañé al fondo
del pasillo no fuese solo un clon femenino como venido de Solaris,
producto de un delirio de grandeza escondido. Entonces ella se sienta en
la butaca del lado y la implicación cobra carne en los sentidos. La
escena de El espejo con la casa en llamas y la lluvia comienza a tener
más que un correlato místico, uno de increíble concordancia., como si
Tarkovski postrado desde su cama me gritara a través de su celuloide:
ella observa el fuego de tu casa y la lluvia cae sobre tu mente
sobremojada, todo un maldito correlato de los elementos en esa pura
ansia del instante, ahí mismo viendo la película y con la mujer al lado,
uno experimenta la escultura del tiempo, el instante se vuelve decisivo
y a la vez tenso, la mano incendia, la mirada llueve, la butaca se hace
tierra y desear se integra al aire de la sala… entonces uno piensa que
en ese puro instante se condensa un extraño cosmos cinematográfico, y
paradójicamente la película se va diluyendo hasta la fragmentación, lo
mismo que mi fijación mental. Tarkovski postrado es la figura precisa
del escultor de tiempos muertos, de instantes decisivos a decir de
Barthes, ese “punctum” en que se condensa todo el maldito querer
interno ficcional y lo real que bulle desde aquellos elementos, entre
nosotros como en un secreto que no necesita confesión ni siquiera
conocimiento de las partes implicadas a merced de la posibilidad.
El hecho es que una de las dos mejores escenas del cine ronda en mi
cabeza y son la matriz de esa posibilidad: la casa incendiada como ya
mencioné, como si en ese momento nuestras miradas la hubieran encendido,
y la escena del monologo del Stalker, quien resentido por la falta de
fe del escritor y el profesor, les dice que adolecen del órgano de la
creencia. Esa fue la revelación del momento, ese fue el karma que en ese
momento me interrogó, y todo el lejano oriente hizo eco en esas
circunstancias con sus aforismos. La comunicación con la chica como una
especie de justo medio: previo a la película, guiar a la iniciada a la
sala de cine, durante, la realización del misticismo, y después, ser
guiado fuera de la sala y del celuloide, de nuevo hacia el pavimento de
la realidad pero con la experiencia de la “zona” de flirteo y de las
miradas que queman el confort interno. Aunque, sin dejar de considerar
que uno mismo puede volverse un Stalker cada vez que invita a una chica
al cine, casi con el silencio como mediador (como si el contacto fuese
mediante aforismos), por el simple hecho de que en esa Zona, los
visitantes a la sala donde se cumplen los deseos generalmente no dejan
de tentar lo previsible y anecdótico, y casi siempre se vuelve al punto
de partida, y tanto uno como la visitante se preguntan qué diablos pasó
allí adentro, donde está la magia perdida, existe siquiera magia en esa
Zona más allá del acto voyerista y de la escultura del tiempo erótico y
sensible. La visitante se despide calurosamente, la Zona continúa
líquida, expectante, y vuelvo a ser guardián, en un arrebato como el del
actor que hace de Stalker, me digo a mi mismo si en alguno de esos
instantes mágicos no habré extraviado o atrofiado el órgano de la
creencia en el encanto y la pasión.