sábado, 18 de febrero de 2023

En defensa de Pablo Neruda, Juan García Brun (extracto)

Ayer y hoy me ha tocado ver, por pura casualidad, que algunas personas han calificado el posible envenenamiento de Neruda como algo justo, algo que el poeta se merecía por ser un padre abandonador, un violador confeso y un intelectual de voz omnipotente que hablaba «por los subalternos». Son estas opiniones ya instaladas en el ideario colectivo progresista las que, a pesar de lo peliagudo del tema, me hacen escribir las siguientes líneas.

Desde un tiempo a esta parte, la figura de Neruda ha pasado de ser el símbolo de la resistencia y el compromiso político del pueblo a ser una persona non grata para la izquierda. Desde España, catedráticos de distintas universidades llaman a no leerlo (la misma academia que, antes de Bolaño, sólo conocía algo de Latinoamérica a través de 100 años de soledad); en distintas manifestaciones desfilan carteles que dicen «Neruda: cállate tú», aludiendo a un verso de su autoría que supuestamente mandaría a callar a las mujeres; se lo cancela por violación ex profeso a causa de un pasaje de sus memorias, «Confieso que he vivido», hechos que se habrían llevado a cabo en contexto de un abuso de poder; entre otras imputaciones. Todo esto, por supuesto, en un ejercicio que ya es propio de nuestra generación: la de repetir incansablemente una idea sin cuestionar nada.

Lo primero que habría que decir sobre Neruda es que la idea del abandonador es completamente falsa. Como muchos saben, Neruda fue cónsul de Chile en España en periodos turbulentos para el mundo: a la llegada de Franco al poder, tuvo que huir con su familia (su esposa y su hija) en busca de asilo político. Entre varias escalas, a Neruda le ofrecieron trabajar en París, en una organización antifascista, mientras que a su esposa (con la cual ya se había separado) se le dio la opción de trabajar en Holanda. Luego Neruda volvió a Chile y pocos años después fue nombrado cónsul especial para la inmigración española, puesto que utilizó para salvarle la vida a miles de ibéricos opositores al régimen. En Europa, Neruda viajó a Holanda a visitar a su hija, 3 años antes de la invasión nazi. Al estallar la guerra, Neruda se vio incapacitado de volver a verla, incluso después de muerta, el año 1943. En todo este tiempo, Neruda nunca dejó de enviarle dinero a su hija, lo que ha quedado registrado en distintos consulados de Europa. Para añadir dramatismo a la mentira del abandono, se hace circular palabras que Neruda habría escrito sobre su hija, tratandola como «un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos», pero omite todo el resto de la carta y el contexto: Neruda hablaba de su hija recién nacida como cualquiera puede apuntar sobre los niños recién nacidos: cabezones, llorones, hambrientos. Esta postura omite con desvergüenza lo que sigue justo después en la carta: «La chica se moría, no lloraba, no dormía; había que darle con sonda, con cucharita, con inyecciones, y pasábamos las noches enteras, el día entero, la semana, sin dormir, llamando al médico, corriendo a las abominables casas de ortopedia, donde venden espantosos biberones, balanzas, vasos medicinales, embudos llenos de grados y reglamentos. Tú puedes imaginarte cuánto he sufrido. La chica, me decían los médicos, se muere, y aquella cosa pequeñita sufría horriblemente, de una hemorragia que le había salido en el cerebro al nacer».

El segundo relato sobre Neruda es una crítica que podría calificarse de «especializada». La emiten por sobre todo poetas, escritores, criticos literarios, pero no por eso deja de ser profundamente sesgada y hasta superficial. Lo que afirman estas personas es que en la voz poética de Neruda habría una especie de omnipotencia, de tono abarcador, que desembocaría en una suplantación de las voces subalternas que fueron protagonistas de las luchas sociales de inicios y mediados del siglo XX. Más allá de mi discrepancia con esta lectura, que me parece extremadamente literal (lo que devela una perdida del lenguaje poético), habría que observar el tiempo histórico del que hablamos. El siglo XX fue una época de grandes relatos, de organizaciones sindicales, obreras y de fuertes luchas políticas. La figura del artista (y del poeta) no podía ser pensado al alero de los acontecimientos que se vivían en sus paises y en el mundo. Así lo demuestra, por ejemplo, el surgimiento de las vanguardias artísticas: momento histórico donde, por primera vez, los caminos del arte y la política fueron indisociables. Manifiestos literarios, políticos, panfletos: todos estos fueron una de las formas más usadas que adoptó lo literario por ese entonces. En una región como Latinoamerica, contar con poetas de la talla de Neruda, cuya influencia sobrepasaba por mucho el ámbito cultural, era una plataforma donde la voz subalterna podía adoptar una postura. Y así lo hizo: tal como existieron jefes de partido y organizaciones con claro liderazgo político, donde en cada escrito se vislumbraba la necesidad del pueblo y el olor a pólvora, la situación de un poeta comprometido no podría ser distinta. ¿Qué diferencia habría, desde la situación de enunciación, entre un Lenin que escribe por las necesidades del pueblo y un Neruda que escribe Canto General? El sujeto posmoderno de hoy, carente de grandes relatos y poniendo por delante siempre su anhelada independencia y libertad (y todo lo producido por ese sujeto posmoderno: la literatura, la filosofía, el arte en general) mira con profunda sospecha esa voz oceánica del vate, pero en aquellos tiempos apertrecharse en la identidad ante la urgencia no era opción para personas como Neruda, el que veía como una obligación tomar posicion, incluso si eso implicaba hablar por aquellos que, teniendo voz, no la tenían del todo.

Algo parecido ocurre con el «Me gusta cuando callas, porque estas como ausente». ¿Existe un síntoma más patente de la pérdida de la función poética en nuestro lenguaje que leer un texto literario literalmente? ¿Quién fue la persona que difundió la idea de que en esos versos se estaba mandando a callar a una mujer? Lo mismo que lo anterior: lecturas superficiales. Quienes repiten como un mantra la supuesta agresividad de este verso, omiten lo que viene después en ese poema, que dice así: “Déjame que me calle con el silencio tuyo”[…]“Déjame que te hable también con tu silencio/ claro como una lámpara, simple como un anillo. / Eres como la noche, callada y constelada. / Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo” […]“Una palabra entonces, una sonrisa bastan. /
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto” .

Por último, el Neruda violador. La única prueba que se tiene para acusar a Neruda de violador es un pasaje de sus memorias («Confieso que he vivido»), que narra un encuentro que habría tenido el poeta con una muchacha en Singapur. Lo curioso de todo esto es que los lectores, e incluso la crítica, de un momento a otro ha querido hacer del género autobiográfico algo así como el sinónimo de literalidad y realidad. Creo que es hora de aclarar este punto: las memorias, la autobiografía o el diario, son géneros literarios donde se cuentan pasajes y hechos de la propia vida, pero no significa que todo lo que aparezca sea lo que ocurrió en realidad. El lenguaje utilizado es, por sobre todo, poético, literario, lo que supone que el acento está puesto en cómo se dice lo que se dice, no en el contenido de lo dicho. Si alguien ha leído las memorias de Neruda, sabrá que en este mismo libro abundan los pasajes de escritura onírica, sueños, recuerdos que no son recuerdos. ¿Por qué habría que tomar literal el pasaje de la violación? O mejor: ¿qué del extracto hace pensar que fue una violación en vez de sólo un intento no correspondido por la muchacha? La absoluta seguridad con que sus opositores lo acusan de violador, sin atisbo de duda razonable, es a lo menos temerario e irresponsable. Los diarios de Kafka, de Gombrowicz, de Julio Ramón Ribeyro son pruebas contundentes de que estos géneros literarios no deben ni pueden ser leídos literalmente. Abundan las figuras retóricas y por sobre todo las mentiras. El propio Lemebel describe un abuso sexual sobre un joven prostituto en el centro de Santiago y a nadie se le ha ocurrido tomar esta narración como la confesión de un crimen.

Mi propósito tampoco es revestir a Neruda de un halo de pureza que probablemente nunca tuvo. Escribió versos en apoyo a Stalin y luego se arrepintió. Escribió poemas malísmos y le dieron bastante rédito económico. Seguramente fue un hombre muy machista y misógino, como cualquiera de ese entonces. Pero nada de eso justifica la difusión de mentiras y aseveraciones que, por lo pronto, son dudosas. Hay que ser cauteloso en las acusaciones que se realizan, sobre todo si difunden hechos como violaciones y abandono. Por último, invitaría a leerlo. Nunca pierdo la oportunidad de recomendar un texto que me hizo llorar por momentos: Residencia en la Tierra. Hágalo, en serio. Dese esa oportunidad.

Ruido Blanco en Ohio

Dicen que el descarrilamiento de trenes con sustancias tóxicas en Ohio fue opacado por la noticia sobre los presuntos ovnis, pero también han señalado que la película Ruido Blanco de Noah Baumbach, estrenada el 2022, representa un escenario muy parecido a lo ocurrido allí, planteando la posibilidad de que la película haya predicho el accidente o, incluso, la idea más oscura sobre una "programación predictiva". Lo curioso es que Ruido Blanco es la adaptación de la novela homónima del escritor Don DeLillo, publicada el año 1985 (un año antes del accidente en Chernobyl). En esta novela, una familia de una pequeña ciudad norteamericana, los "Gladnery", se ve marcada por un accidente industrial que provoca un "escape tóxico a la atmósfera". Para Don DeLillo, la idea de la nube tóxica sería otra versión de ese "ruido de fondo" que rodea a la familia Gladney: el ruido incesante y omnipresente de la tecnología, manifiesta en transmisiones, señales y ondas eléctricas. Así, se puede decir que el "ruido blanco" al que refería DeLillo es además otra metáfora para la intoxicación mediática, otro nombre para la "cortina de humo", pero ahora en clave digital, el ruido característico de nuestro siglo. ¿Será entonces que el sesgo informativo funciona también como una especie de "ruido blanco", y toca evitar su saturación para no caer presa de su material corrosivo? Reza una parte de Ruido Blanco: "Tanto en la historia como en las tendencias de su propia sangre, la culpa del hombre se ha visto complicada con la tecnología, con el rezumar cotidiano de la pérfida muerte."

La bruma

Al llegar al final de la calle, recorrió un cerro similar al de su adolescencia. Era de noche. Caminó por esos lares, a paso firme, solo que acompañado de aquella extraña toxicidad en el ambiente que se apoderaba de su organismo. Su corrosión era apenas dolorosa, tal vez una pura sugestión.

En cuanto se topó con una curva en el camino, unos desconocidos bajaron por un barranco, a la salida de una casa en lo más alto del cerro. Tan pronto como intentó alcanzarlos, estos comenzaron a comportarse de manera extraña. Unos se devolvieron buscando no se sabía a quién; otros, sencillamente, siguieron bajando, tal vez tratando de buscarle algún sentido a su repentina reacción. El ambiente se llenó de una bruma y de un gusto metálico, palpitante en la lengua.

Cuando se devolvió para intentar seguir a una joven que rehuía el grupo, desesperada, comenzaron a salirle ronchas en las manos. Siguió andando de todas maneras, buscando a aquel grupo disperso. De repente, recordó que, dentro de las coordenadas de aquel espacio, se encontraba su antigua casa. El problema era que su dirección obligada estaba en el mismo lugar donde se hallaba, en un principio, aquel grupo que se desplazaba erráticamente. Fue así que, con una infección creciente en su cuerpo, aunque sin sus consecuencias dolorosas, siguió caminando a paso cansino por aquella bruma cada vez más espesa. Los signos de erupción en su piel fueron en aumento. En cada calzada, intuía la cercanía de algún paraje cercano a su incierto destino.

A lo lejos, divisó de nuevo a aquella chica, pero ya no lucía desesperada. Al toparse con ella, la usó como faro humano para poder continuar su derrotero. La siguió, creyendo que esa sería su salvación. Al seguirla, incontables memorias de su vida pasaron por su cabeza como en un celuloide echado a perder de tanta reproducción. Las memorias eran fugaces, solo que envueltas de aquel barniz tóxico que parecía invadir también el espacio interior.

A medida que aumentaba la toxicidad, la travesía a través del cerro se hizo más difusa. La chica, en un instante, se detuvo, retrocedió unos cuantos pasos, miró hacia donde estaba él, y salió corriendo. Se dio cuenta que la seguía. Entonces él corrió, corrió. Mientras más corría, las ronchas crecían, volviéndose intolerables. Fue tanto que, llegado un punto, simplemente desistió, sobrepasado por la hostilidad del entorno, hasta que, de forma milagrosa, hincado sobre sus rodillas, a un borde de una vereda, la bruma se abrió y se dejó ver, poco a poco, la esquina que revelaba la ubicación de su antigua casa.

La chica faro había desaparecido. Se había marchado, quizá a reencontrarse con su grupo de origen, quizá a perderse. Él se levantó y caminó a través del callejón que ocultaba la antigua casa, en la vereda por donde bajaban los vehículos. Cuando cruzó la calle, un microbús bajó, emitiendo un estruendo caótico. Subió a él, rápidamente. Adentro, había algunos pasajeros con máscaras de gas. En la parte de atrás, antes de bajar la calzada, se dio cuenta que estaba sentada aquella chica. Se arrimó hacia el fondo y asomó su rostro cubierto con la máscara, colocando sus dos manos infectadas sobre el vidrio trasero. Así, al detener el microbús, ella se alejó para marcharse a algún paradero desconocido, improvisando un súbito adiós. Hecho un auténtico leproso, él se bajó también del microbús y se dirigió hacia la entrada de la antigua casa, en aquel callejón bajo calle.

En cuanto llegó allí, apareció un fantasma. El fantasma en cuestión tenía el semblante y la figura de Lenin. El fantasma de Lenin había estado penando en su antiguo barrio. Recordó la radiación que ocurría en una serie, la cual se produjo en la central nuclear con el nombre del viejo fantasma. Lenin, como la sombra de una revolución fracasada, se posó sobre la entrada de su antiguo hogar, impidiéndole el paso. La emanación, a ese punto, se hacía aún más corrosiva. Avanzar se volvía algo de vida o muerte.

Cuando el fantasma de Lenin estuvo a punto de pronunciar un lenguaje parecido al humano, con la reminiscencia de alguna arenga apocalíptica, todo alcanzó su punto máximo de toxicidad. Así, un gran número de gente se reunió alrededor del viejo líder, como la gente de Chernóbil. La masa humana en medio del cerro no dejaba de aglutinarse, ciega, impulsiva. En tanto, él vio, con espasmo, un haz de luz que salía producto de la emanación nuclear en medio de la noche. Esa luz se reflectaba sobre la imagen del viejo líder, y se desvaneció junto con él. 

Unos sujetos con trajes especiales evacuaron el lugar. La gente se dispersó rápidamente por todos los rincones del cerro, hasta que no quedó nadie, salvo unos niños solitarios que jugaban ahí, inadvertidos. Al tratar de acercarse a ellos, comenzaron a aparecer, en los rostros de los niños, las primeras secuelas de la radiación. Sus rostros ya eran indistinguibles del suyo y su mirada solo alcanzó a contemplar la persistente bruma que lo abarcaba todo. Ya no había un afuera de la bruma: era su consciencia entera.