viernes, 22 de enero de 2016

Olmué





Camino al centro de Olmué hay una plaza con el busto de Arturo Prat, justo al frente una estatua de madera artesanal con la figura del niño Dios. Había leído hace poco que Prat era espiritista. A la vuelta se apreciaba un supermercado. El sitio era el único centro comercial. Al fondo se veía el cerro La Campana. Pensaba en Walden y la vida en los bosques. Invade lo romántico una vez que se sale del margen citadino. A la manera chilensis era la forma rústica de respirar más que pura humedad y cemento. El ánimo del turista es ir de paso. Es huir de algo que lo acongoja, redescubrir algo perdido o ir al encuentro de lo éxotico para sublimar sus pasiones y temores, para encarnar la postal que ya tiene incubada en sus pensamientos. Es por eso que hay tanto turista dando vueltas. Como en un viaje psicodélico, se siente extrañamente todo más nítido. O quizá sea solo el efecto óptico de la luz del interior. Prisma sobre prisma. No me compro la de Unamuno, yo mismo soy otro turista, huyendo de algo, mejor dicho, en busca de algo que el pueblo solo ofrece en apariencia. El choque de experiencias es el que produce la visión. América a su manera fue ese choque. Olmué es otra forma de nombrarlo. 

Olmué, capital folclórica, decía una leyenda en la plaza. Recordé que iba en busca de El Patagual. Esos nombres propios tan comunes, como venidos de otra época. Mi bisabuela, con su sabiduría de vida, mas no de libros, hablando sobre parrones, sobre calagualas, y un largo etcétera, con una naturalidad que solo ella llevó consigo. A la que uno mismo no podría aspirar, excepto con la experiencia de la calle. Una señora, parecida a mi bisabuela, me decía que El Patagual quedaba cerca de la Municipalidad. Entré por el camino de tierra a un costado, a un costado del busto de Bernardo O’Higgins (que según el libro que había leído fue masón) y a la distancia divisé las graderías. Todo estaba listo y dispuesto para el show que se celebraría la próxima semana, como siempre a fines de enero, show en el que la palabra huaso mete más ruido que cualquier banda de rock vendida a la capital por unos cuantos sueños y pesos. Después de pasar por ahí recuerdo que en la intersección entre Granizo y Eastman, avenidas principales, crucé la calle y me encontré con la figura de una guitarra de palo gigante. Continué andando y efectivamente el pueblo tenía una onda melómana. Todo lo invadía una ética musical. Siguiendo el rastro de la avenida Eastman preferí dar la vuelta. Si se seguía más allá no había retorno, solo la línea invisible que separa al pueblo de San Francisco de Limache. Me devolví a la cabaña, tarareando un tema folclórico del que no tengo memoria. La imagen de Arturo Prat y el niño dios de madera, la imagen más fuerte de esa plaza, las usé como cábala. Con esa imagen no podía perder el camino, y si lo hubiese hecho, creería en que un espíritu (fuese de quien fuese) hiciera su aparición, a falta de un celular cargado y de otro medio disponible. 

Cierta calma invitaba a pensar en la vida del pueblo: los locales, las familias bien constituidas, entre comerciantes, campesinos y turistas, eso sí, un par de bellezas locales y otro tanto de extranjeras. Se trata de un pueblo serenamente intrigante, como poseído por un espíritu, pero si se alza la vista, algo induce a pensar que en el centro del pueblo hay algún secreto que la gente paseando por allí no ha leído, o quizá se trate solamente de la manía por hallar algún significado, un síndrome de viajante, que lleva a escarbar algo allí, algo de lo que quizá el sucio puerto adolece, sea eso alguna belleza amable o algún mito auténtico. Se sentía un contraste entre esa tranquilidad casi bucólica y la imponente visión de La Campana a lo lejos, por decirlo de una manera poética efectista, tal como la calma frente a la tormenta. Había algo hipnótico en esa visión, un llamado de otro mundo o simplemente -perdonando a Prat- un espíritu heroico que estaba dormido. Cierta obsesión por observarlo todo desde alguna vertiginosa cima, como si todo el centro fuese algo subterráneo, y en lugar de subir se estuviese saliendo a alguna superficie sacrosanta, como si todo Olmué fuese ese viaje a esa superficie, y La Campana un ente que simplemente respira a lo lejos, bello, indiferente a los ideales de contrabando de sus paseantes. 

Subí y todo valió la pena: un puente llamado La Troya –el propio lugar gozaba de una picardía épica- intersecta el cruce del río con el acceso a la montaña. Ya arriba en la entrada al parque un guardia solitario hablaba del peligro de subir allí solo. El trabajo debía ser prácticamente un ejercicio zen por la falta de compañía y el exceso de naturaleza, aunque todo en el fondo permaneciera hiperconectado. El guardia recalcaba el atractivo del lugar. Recomendaba no ir solo, por muy tentadora que fuese la travesía, no tanto por una cuestión gregaria sino que eminentemente práctica. Lo extraño es que no se veían muchos animales excepto un par de caballos más abajo y los infaltables perros guardianes, a lo sumo insectos por doquier, puro verde, al fondo, compañía botánica, escenario primigenio. Antes de llegar a la entrada del parque, una reja con la leyenda “Villa Paraíso”. Más abajo, la Hacienda de la luz de la Montaña. Todo preconizaba alguna suerte de viaje iniciático, aunque fuese un turismo de las emociones. 

Mientras subía un poquito más arriba a sacar fotos, bajaban unos ciclistas del sector inicial del recorrido. De paso escuché algo de su conversación. Uno lanzó la clásica frase: Los árboles no me dejan ver el bosque, no recuerdo a propósito de qué. De seguro por algo referente a la travesía cerro arriba. Sin embargo, tuvo un alcance más allá. En eso bajó también del mismo lugar de los ciclistas una joven encuestadora. Interceptó al grupo de ciclistas y a uno le solicitó responder una serie de preguntas referentes tanto al lugar como a la experiencia de la travesía. Los ciclistas alrededor bromeaban sobre la situación, quizá influidos por el éxtasis del viaje, andaban chispeantes, incluso reían sobre preguntarle el número de teléfono a la encuestadora. Ella con una seriedad protocolar parecía no importarle. Quizá a eso se refería el ciclista con lo de “los árboles no dejan ver el bosque”. La chica volvía a subir cuesta arriba en su labor de encuestar a los paseantes del cerro La Campana. Los ciclistas se hidrataron y continuaron su recorrido cuesta abajo. Al igual que ellos, me tocaba elegir uno de los dos caminos. El guardia solitario a su vez eligió retomar la labor que había perdido por atender demasiado la belleza del lugar. En efecto, lo que nadie advertía era la indeterminación, la indeterminación de las miradas que se cruzan, de los dimes y diretes, de los cuerpos que suben y bajan esperando reencontrarse o separarse, para seguir el camino al que ya están destinados, por el solo hecho de pisar lo que estaban pisando, por el solo hecho de nombrar el nombre del pueblo. De vuelta al centro, al otro día, el busto de Prat sigue impertérrito. Ya ningún espíritu quiere aparecer. Ningún turista se quiere solo quedar. Vuelven de donde vienen, con el pecho inflado, con la autosatisfacción de alguna aventura, con la sonrisa del amor indiferente. Olmué es otra forma de decir adiós.