En una de esas fantasías trasnochadas que surgen al leer
planificaciones y libros de clases (corpus literario del profesor promedio) se
me ocurría que la lectura no es sino otra cacería de si mismo, otro placebo con
su propio efecto y causa en sí. Quizá subrepticiamente se sepa esto a nivel
estatal y los libros sean considerados sustancias ilícitas generando una
especie de magnetismo que, al contrario de otras drogas, se vuelva cada vez más
inmaterial hasta el punto de convertirse uno en un fantasma teatral, digamos
que tus amigos, tu pareja, tu familia, inclusive tus padres te dejan, al
consumir (o sea, al leer) te vuelves cada vez más invisible, pero provocando en
ti esa suerte de suspenso indefinido y visceral que es el sexo o la muerte, o,
por otro lado, esa sustancia y su consiguiente lectura sea un arma altamente
venérea, no en el sentido bolañiano de Literatura más Enfermedad o de una bomba
anti natural como Galeano afirmaba, sino que en el nivel de una comprensión
lectora tal que generase una fisura sangrante de la moral en sus lectores y
adictos. Imaginemos un Chile paralelo donde exista semejante grado apocalíptico
de comprensión lectora, y en el universo escolar, tópico tan de moda en la
contingencia: las directoras de colegio menopausicas y con complejos edípicos
que leyesen Madame Bovary caerían en grados de histeria tales que el proyecto
educativo en su integridad se desmoronaría, los libros de Cioran serían la
nueva sofisticación existencial del bullying, donde un grupo de pendejos
déspotas ilustrados eligiesen qué páginas o fragmentos serían los más dolorosos
para sus compañeros depresivos, y los profesores de prontuario dudoso y vida
conyugal deficiente leerían a viva voz fragmentos de Henry Miller a sus alumnas
con la excusa de integrar la lectura al curriculum, de provocar calor y
erotismo a un curriculum abstracto desprovisto de cualquier clase de sana
humanidad. Ideas que se le ocurren a un recién egresado de pedagogía en
lenguaje, mientras pienso cómo mierda voy a pagar el condenado título.