martes, 7 de febrero de 2017

Muere Todorov. En la U dice una compañera que leíamos prácticamente puros autores muertos. Una excepción a ellos era Todorov. Se hablaba de dos de sus libros: La conquista de América, Nosotros y los otros. El motivo era siempre el rollo de la otredad, categoría explotada a la saciedad por nuestra escuela. Saco sin embargo, de entre el estante, su Introducción a la literatura fantástica. En una parte del libro se deja leer: "Para que la escritura sea posible, debe partir de la muerte de aquello de lo cual habla; pero esa muerte la vuelve imposible, pues ya no hay nada que escribir". Intento, con estas palabras, revivir los pensamientos que surgían de su lectura curricular. No doy con otra cosa que con el testimonio de su imposibilidad, en este texto. El otro es siempre otro. Esté vivo o muerto. Lo único que ha desaparecido fue el lector de aquellos años. Su lectura universitaria. Lo único que paradójicamente sigue viviendo es su escritura sobre la muerte. Aquí y ahora, sobre el estante, inaugurando un límite indefinido.
En los momentos de soledad de la pieza, reflexiono sobre mi cercanía al cambio de folio, y hago un recuento de las cosas materiales que he logrado, o mejor dicho, las cosas que he logrado adquirir como propiedad. Echo un vistazo rápido a la pequeña pieza. Veo el closet lleno de chaquetas. La estantería con los libros, los cds originales y las películas pirata. Abajo del estante del notebook, las carpetas con discografías grabadas en mp3. Luego, el equipo de música comprado hace años, con la radio Ritoque sonando de fondo, y el dvd arriba de la tele vieja de la casa. Todas y cada una de esas cosas, en su insolente cotidianeidad, serían prácticamente lo único que podría categorizar como "mío". Todo lo otro o es desechable o es alquilado. No contento con eso, sigo buscando, levanto un poco la vista, y de repente aparece sobre el closet el título de profesor, lleno de polvo, escondido entre unos curriculums mal impresos, a modo de bonus track. Ah! y en el cajón del velador, los audífonos, un matacolas y, más al fondo, la arrugada carta de ruptura de mi ex, confundida entre unas boletas de honorarios ya vencidas.