domingo, 29 de abril de 2018

Nic Pizzolatto, creador de True detective, afirmaba que las acusaciones de plagio en su contra por las reflexiones del personaje Rust Cohle son inconsistentes, porque sus diálogos no eran tanto un popurrí de Thomas Ligotti, Cioran y Nietzsche, como planteamientos inspirados en la filosofía pesimista que bebe de las fuentes de aquellos autores. «Cohle, como cualquier pesimista, tendía hacía esta filosofía y la expresaba en sus propias palabras. Las ideas filosóficas no son exclusivas de ningún escritor», añadía Pizzolatto. De esta pura idea de defensa del parafraseo se deriva otra idea subyacente: el pensamiento, el verdadero, no reclama derechos de autor. Toma para sí algo que lo enraíza con un espíritu en común. El pensamiento no tiene copyright, por ende, el pesimismo tampoco lo tendría. Las ideas o son de todos o son de nadie. Todos tienen derecho al pensamiento, por ende, al pesimismo. Saber expresarlo con un estilo particular vendría siendo el quid del asunto. El quid de su desenfado, de su desarraigo,

sábado, 28 de abril de 2018

"¿Cacha Perdona nuestros pecados, profe?". El cabro que preguntaba veía un episodio con una compañera en la sala de computación. Le explicaba que sí, pero que no la seguía. Entonces, la chica que lo acompañaba me mostró una foto. Era Alvaro Rudolphy. Ella decía si conocía al personaje. Le repetía que no, que solo al actor. Así, tanto el cabro como la cabra, al notar que no tenía idea, volvieron a ver el capítulo, sacando la vuelta para la investigación que debían hacer. Ya saliendo, en la sala de profes, la secretaria nueva se arrimaba a un costado del lavabo para limpiar unas tazas sucias, repitiendo que a nadie se le había ocurrido lavarlas. En eso, ya no me acuerdo cómo y a propósito de qué, salió la mención de Verdades ocultas, otra teleserie que, por supuesto, no había visto. En el momento que la secretaria lavaba lo sucio, y yo espantaba a las hormigas que comenzaban a encaramarse por entre la mesa, ella comenzó a explayarse sobre el culebrón, con suma confianza. No le importaba si la había visto. No le importaba, de hecho, si me interesaba. Le afirmaba todo lo que decía, en cambio, como queriendo que la mención al contenido se diluyese lo antes posible. Una vez terminada la limpieza, volvía con toda soltura a su oficina. Ni siquiera sentí la necesidad de recomendarle lo que estoy viendo por internet. La verdad oculta de la secre era su pasión por la telenovela. El pecado que se les perdonaba a los chicos, por su parte, era que prefirieran ver tele. La escuela. En qué momento la escuela se había vuelto tan televisiva.

viernes, 27 de abril de 2018

Noticia reciente: unos auto denominados Incel, célibes involuntarios, han generado una rebelión. Según los medios, sería acción del resentimiento, de la moral del macho gama en contra de la del alfa. "¡Derrocaremos a todos los Chad y Stacy!" grita un tal Alek Minassian, al cual se le atribuye el atropello de personas en Toronto, y que toma como referente a Elliot Rodger, un asesino múltiple que el año 2014 protagonizó una masacre, motivado precisamente por su falta de suerte en el plano sexual amoroso. En la arenga, Minassian identifica a los Chad con los populares, los que acaparan toda la atención, y a las Stacy, con su equivalente femenino. Más allá del dudoso origen de esta conspiración virtual, no hay caso de Incels tan militantes y extremos como estos en Chile, al menos no a nivel público, pero el grupo Incel (o, mejor dicho, su denominación yanqui) responde, más que a un hecho de sangre, más que a un puro despliegue de violencia sociópata, a una cuestión de fondo, a un fenómeno mundial: el dilema del rechazado vs el integrado, lucha orientada por el carácter y la líbido ¿Pero qué será lo que los lleva a organizarse y matar? ¿El puro resentimiento? ¿Un mero impulso tanático? ¿Una inadaptación que estalla en forma de cólera? Cuántos otros Incel, anónimos, sin el coraje suficiente, criando un rencor silencioso. Y acaso, cuántos Incels históricos en el terreno del arte y, por qué no, de la literatura, no declarados, tal vez sublimados con el tiempo, solo que sin tal nivel de locura ni megalomanía.

miércoles, 25 de abril de 2018

Rumbo al metro Hospital, ayer, un loco de teatro que irrumpía con un monólogo contra rutinario. ¿En qué sentido? en el sentido de que aludía al aburrimiento y la displicencia de la gente que no lo pescaba, y de eso sacaba un gran speech, con su toque de crítica a la contingencia de por medio (recurso manido). Al final, el loco pedía uno que otro aplauso o al menos un mísero gesto kinésico, apelando a la modestia, en realidad, como recurso para ganarse las monedas. A eso él le llamaba "mendigar con estilo". Pero, de pronto, en el punto trágico de su monólogo, preguntó claro y fuerte: "¿Quién quiere morir realmente ahora? Sean sinceros, queridos pasajeros". Primera vez que escuchaba esa pregunta de parte de un artista del metro. Nadie respondía. Indiferencia intrigante. Hasta que una guagua soltaba un llanto al aire, sin dirección, al fondo. "Parece que alguien por fin se manifestó" decía el loco. Recién, una que otra mueca espontánea. Cuando veía que el loco se acercaba a la guagua, la mamá soltó la palabra y dijo: "No quiere morir, por si acaso, solo tiene hambre". Risas en todo el vagón. Luego, la gente seguía subiendo y bajando, como si el show del compadre no hubiese sido sino un soplido. En todo caso, se fue agradecido. A veces el metro, en su fugacidad hamletiana, se llena de esos momentos hilarantes y patéticos.
De la basura en un edificio (de conserje) recuerdo haber rescatado un par de libros. Un policial, La esmeralda cuadrada, de Edgar Wallace, y una enciclopedia filete, La II Guerra Mundial en Imágenes de David Boyle. Incluso otros sobre Pinocho que olvidé y acabé regalando (parece a una ex). Eso, a propósito de unos trabajadores de la basura en Ankara que habían creado una biblioteca con puros libros desechados. Un compadre escritor decía estar en contra de la idea de Borges, del libro como objeto sagrado. Habrían libros que merecen ser rescatados del basural y otros que merecen permanecer ahí, indefinidamente. El libro per se no sería objeto de devoción. La basura como la anti biblioteca, como la antología del desperdicio. Sacar de ahí algo o echarlo vendría siendo lo mismo que leer o dejar de leer. La lectura como un acto de reciclaje o de desecho.

martes, 24 de abril de 2018

El jueves unos alumnos me preguntaban si se podía hacer alguna clase afuera en el patio. -¿Como educación física?-, les preguntaba. Decían que sí. La pregunta claramente era una travesura, aunque declarada con tal seriedad que parecía formar parte de algún plan suyo. No estaba del todo en desacuerdo con la idea, sobre todo cuando, a ratos, la sala de clases agobiaba por lo hermética y lo redundante. Eso sí, les hice saber que debía ser con previa autorización de la UTP. Una alumna saltó de inmediato en señal de protesta, indicando que no sería lo mismo, que no sería divertido con la venia de la autoridad. -No pos, profe, la idea era que saliéramos a la mala-. Un grupo asentía los dichos de la compañera con entusiasmo. Rebeldía en ciernes. Convicción unánime. Les sonreía admitiendo su postura, pero sabiendo que no sería tan fácil cumplir sus deseos. -Es bonito soñar. Veremos qué se puede hacer-. Apenas vislumbraban la posibilidad, celebraron luego con un eh! largo y estridente. Lo decía en el fondo para no matar su sueño, para que conservaran su valioso ánimo intacto, acaso sin otro respaldo que las palabras y que una promesa de protocolo, sabiendo que con un desmadre metodológico, en el contexto y situación actual, podría arriesgarse demasiado, que una merlinada como esa podría encumbrarte tranquilamente al paraíso constructivista, o bien, condenarte al infierno de la incertidumbre laboral, en el cual, de todas formas, se persiste y permanece.
Nunca me ha tocado organizar un día del libro. Y esto se debe a la sencilla razón de que nunca en el día del libro me ha tocado clases. La otra vez, la coordinadora del departamento de lenguaje anunciaba las actividades para el susodicho día. Las volvía a repetir luego en la oficina, estando yo presente, en una seña indirecta de mi hipotética participación. Me di por aludido, solo con la salvedad de que no cumplía horas lectivas. La coordinadora solo alcanzó a mencionar que me tendrían considerado para cooperar en lo que fuese, aunque ese día no me correspondiera venir. Sugería que hiciesen trueques de libros, que armaran alguna clase de biblioteca improvisada o que, en su defecto, hicieron alguna especie de lectura colectiva, qué sé yo, algo bonito, algo que sonara más o menos edificante con tal de dejar tranquila la conciencia del departamento, y el alma lectora del colegio. Bueno, hoy era el día en que se supone esas sugerencias serían tomadas en cuenta. Como no me tocó ir, no supe ni qué se hizo finalmente. Mañana, por supuesto, será el día en que toque dar con la lectura atrasada de la situación, y en el que toque rendir cuentas al departamento completo por mi participación fantasmal, como quien vuelve a un libro leído a medias por inevitable postergación de la vida.
Solo hay dos clases de idiotas: los que prestan libros y los que los devuelven.

domingo, 22 de abril de 2018

Nos habíamos perdido en el Máscara con unos amigos. Fue cuando di con una chica bailando al fondo, con la cual intercambiamos un par de palabras y temas, para luego ir a beber algo. Los amigos se habían ido, o habían virado por las suyas. La chica decía ser abogada. La perdí pronto de vista en cuanto acabó el especial de Morrisey. Me había alcanzado a pagar su parte de la cerveza. Llamada perdida del amigo. Ya iban de regreso a casa. Salgo del local, vuelvo al depa y recaigo aún con la euforia de la noche y la pista sonando en un loop eterno. En eso, recuerdo que soñé una serie de cuestiones relativas a un robo en un establecimiento gigantesco (muy parecido a una escuela penitenciaria) y un escape a través de un camino extrañísimo. El robo se le adjudicaba a alguien, pero, sin motivo, la culpa psicológica recaía sobre mí (y debió ser producto de que el día antes había comenzado a ver la primera tanda de La casa de papel). Sonaba un timbre como de escuela para entrar a clases o para salir a recreo. En este caso, avisaba una latente persecución. Nadie perseguía, pero corría solo. Lo que me perseguía era una sombra, o tal vez, la tiniebla de una conciencia culposa. A medida que salía del establecimiento y me internaba en el camino, este iba tomando la forma de un callejón escasamente pavimentado, casi de arena, como el de ciertos cerros de valpo. En particular, tenía la forma de una explanada de Playa Ancha. Mientras más avanzaba, el aire se iba haciendo más asfixiante y el ambiente se iba tornando más denso, adquiriendo el cielo un tono medio cósmico, porque en la trayectoria la sensación era la de estar cruzando túneles de tiempo anacrónico. Un pasaje tomaba la forma de una bajada de la infancia, entre Francia cerca del Trafón, y a la salida de ese mismo pasaje, adquiría, en cambio, la forma de la subida Carampangue. Avanzando un poco más hacia el mar, inconscientemente, aún sin tener la noción de la costa, el terreno colindante fue tomando luego el relieve del Batán, aquel pasaje eriazo del barrio de mis abuelos, hoy por hoy, vuelto uno de los tantos antros improvisados a merced del espíritu de la calle. No iba hacia ningún lado en particular, pero solo precisaba correr, arrancar. La geografía de los espacios que se iban abriendo no guardaba ninguna relación con sus dimensiones, digamos, reales, pero tenían, para efectos del viaje, un sentido subjetivo, uno del todo emocional, al punto que la culpa por aquel robo ficticio iba distorsionando todo a su paso, cada vereda, cada esquina, cada recuerdo de cada esquina transitada. Solo una vez que volvía hacia lo que parecía una pequeña plazoleta perdida en una calle central, totalmente deshabitada, el espacio dejaba de adquirir esa mutación amenazante. Era algo parecido a Aníbal pinto, pero solo con unos cuantos sujetos anónimos pululando alrededor de una niebla espesa. El local en donde debía estar el Máscara permanecía cerrado. Tenía la forma de una antigua botica. Solo alcanzaba a salir por ahí una anciana con un pequeño niño, con siluetas débiles, apenas identificables. Del resto solo recuerdo la oscuridad y energía de la pista de al fondo, el quiebre diegético y, posteriormente, la asociación aleatoria del viaje. Y la culpa que había dejado de conspirar, al momento que una jaqueca me empujaba a la vigilia.

sábado, 21 de abril de 2018

El hombre más longevo de Chile, (y si no fuera por algunos desajustes, del mundo) Celino Villanueva, fue soltero toda su vida y no se le conoció descendencia alguna, según afirman los medios. Lo más intrigante, en este sentido, no fue tanto su edad, como el hecho de haber durado con semejante condición civil durante más de un siglo. Este puro hecho debería consagrarlo, a su vez, como el máximo militante de la soltería de Chile, y del mundo, (i prefer not to, un bartleby sentimental) o será que su consabida condición solo forma parte del imaginario colectivo que alimenta su mito, su mitología capaz de burlar al tiempo y a su amante confesa, la muerte. 

Digamos que su única creatura, su obra en vida, fue su cuasi inmortalidad.
Marx en un billete de cero euros. ¿performance conmemorativa? ¿numismática anti capitalista? Marx en cero euros

viernes, 20 de abril de 2018

"Profe, ¿usted cree en los aliens?". La pregunta se diluía cuando al fondo de la sala otro cabro parecía estar pendiente de la respuesta. Le decía que era muy probable que existieran seres de otras latitudes, que había estudios científicos y esotéricos al respecto que iban más allá de la conspiranoia. El cabro quedaba conforme, a pesar de no entender nada de nada. El de atrás le asentía con la cabeza. Dos marcianitos haciendo de las suyas, tramando no se sabe qué argucia, o resolviendo no se sabe qué clase de inquietud terrena o, tal vez, extra terrena.

miércoles, 18 de abril de 2018

En medio del bullicio generalizado de la clase, una alumna me llamaba para resolver una duda sobre la unidad de la amistad. Eran unas preguntas preliminares que aparecían en el libro del lenguaje. Su duda tenía que ver con las dos primeras. "¿Cómo quiere que responda profesor, si yo no hablo con nadie?". Un silencio escondido en el bullicio, que seguía a una respuesta igual de dubitativa. "¿En serio no habla con nadie? ¿No tiene a alguien por fuera, alguien imaginario, por lo menos?". El rostro de la chica se descomponía levemente. Nerviosismo. Buscaba que se tomara el ejercicio con toda naturalidad, restándole seriedad a algo meramente formativo. Le explicaba que podía responder lo que a ella le naciera, que no era obligación ceñirse a la pregunta de manera tan literal. Si ella realmente no tenía amigos, resultaba una posibilidad social tan válida como cualquier otra. La pregunta con su respectiva respuesta solo tenía un interés pedagógico, mas no directivo. Al notar que podía expresar lo que ella quisiera y sintiera, el rostro de nuestra chica solitaria volvía a recuperar su forma. Reía sutilmente ante la tontería deslenguada de sus compañeros. Entonces, con suma confianza, replicó si acaso podía definir, en lugar de la amistad, (que ella decía no conocer) otro concepto más afín a su espíritu. Le decía que sí, siempre y cuando su respuesta fuese auténtica y fundada en su experiencia. De ese modo, nuestra chica solitaria se disponía a terminar su breve ejercicio en el insterticio de una clase dispersa, que tampoco entendía mucho la magnitud de la amistad, acaso solo el desenfrenado compañerismo de sus tallas y dichos impulsivos. ¿Habrá siquiera intuido o imaginado aquella chica que su profesor, aquel que incluso llegó a abstraerse de la clase para atender su caso particular, también a su edad pensaba más o menos parecido a ella? ¿Habrá siquiera pensado que su profesor, cuando era un alumno, tampoco conocía el significado de la amistad, y prefería sumergirse en maquinaciones y cavilaciones sin otra explicación que un ensimismamiento crónico? No lo intuyó, ni lo imaginó ni lo pensó, y eso fue, sin duda, lo más fantástico de todo, al tiempo que lo más inaudito.

martes, 17 de abril de 2018

Pasando por Condell me encontré a una alumna del dos por uno en una heladería. Al principio no me reconoció, ya que me había ofrecido una crema de merengue como a los tantos clientes que pasan por ahí. Luego me acerqué a ella, me saqué los lentes de sol, y nos saludamos de manera efusiva. Le pregunté que cómo estaba, y desde cuándo estaba trabajando ahí. Ella me contestó que hace poco más de un mes. Extrañaba a las tías del instituto. Decía que había pasado por ahí el año pasado, en más de una ocasión, y ya no había encontrado a nadie de los antiguos. Luego, me preguntó si seguía allí en el dos por uno. Le dije que no, que me había ido, obviando con sutileza los detalles. A ella no parecía importarle. Incluso agregó que había sido para mejor retirarse de ese instituto, puesto que no era muy bueno. Me sorprendía su honestidad a la vez que su transparencia. Cosas que corrían solo como rumores, y tratos que funcionaban solo como protocolo, dentro de los muros de la institución, ahora afuera, en la calle, en el anodino espacio de la heladería, cobraban una vida y un ánimo desenfadado, libre de sujeción. La chica reiteraba lo contenta que estaba de haberme visto. Le replicaba, por mi parte, lo alegre que me había puesto la sorpresa de su encuentro. Me siguió preguntando sobre la pega. Le dije que comencé a trabajar en un colegio, cosa que ella asintió en un instante. "Mejor, profe. El colegio es distinto. El dos por uno era un puro trámite". Pese a la realidad, sugería que el colegio era mejor destino que aquel instituto, proceso que ella tuvo que pasar quizá dadas las circunstancias y muy en contra de sus deseos. Y lo decía ahora en señal de empatía con su antiguo profesor, fuera de las reglas que hubiesen impedido delinear esa espontánea deferencia. Era hora de despedirse. Ella lo hacía con una sincera muestra de afecto, no sin antes ofrecerme la última crema de merengue que le quedaba. Un abrazo grande sellaba el reencuentro, un abrazo sincero, extra curricular. Sencillamente humano, azaroso.
Se presentó un estudio en EMOL hecho por Tren Digital y Media Interactive sobre cómo se imaginan el futuro los chilenos. Mucha Tele. O, más bien, poca novelística. Según el sondeo, una gran mayoría confía en la capacidad de la inteligencia artificial para realizar tratamientos de enfermedades y para negociar con el uso de drones que entregarían bienes y servicios a domicilio. Inclusive sostienen que futuros robots pueden perfectamente reemplazar a trabajadores en determinadas áreas específicas. Sin embargo, descreen casi por completo en la posibilidad de que los modelos señalados adquieran alguna clase de sentimiento humano. Solo un 35% piensa que podrían existir robots con emociones en el servicio al cliente; y solo un 35% preferiría tener relaciones sociales con un sistema de IA antes que con un humano, digamos, real. Al análisis de este resultado, un tal Daniel Halperan sugiere la esquizofrenia digital, la pugna entre la sensación de protección que ofrecería el autómata y la ingente falta de control sobre su creciente autonomía. De nuevo, el abismal tema de la conciencia, que toca fondo en lo que refiere a la tecnología y sus creaturas. La conciencia en la actualidad, y a juzgar por lo dicho, provoca un dilema fatal, uno de proporciones. A este punto, pareciera que los chilenos no hubiesen visto nunca Her o Ex Machina. Será que aún no se asimila del todo el imaginario distópico de occidente y, en cambio, se sigue apostando por un “cyber utopismo”, la idea de un progreso indefinido asociado a un creciente espíritu transhumanista, la cara cibernética de unos “tiempos mejores”. Dentro de este futuro chilensis de ciencia ficción, la realidad sería la pura copia digital del Edén. De ella saldría únicamente un desfile de empleados perfectos, abriendo a sus anchas las alamedas virtuales por donde pasaría el último hombre, el hombre máquina, sin otra memoria que la de su aceitado sistema operativo y ya sin otro sueño que el de su automatización definitiva.

sábado, 14 de abril de 2018

Una conversación el otro día en el coleto subiendo por calle Antonio Varas, entre dos colegialas del King Edwards Media. Decía más o menos así:
-Oye, ¿estás haciendo científico humanista?
-Sí pos
-Tenía entendido que solo ellos tenían filosofía. ¿Y qué les pasan?
-No sé, tenemos un profe terrible hippie, que solo habla de un tal Nische.
-¿Y quién es ese?
-Un filósofo alemán que decía que había que cuestionar los valores, que había que pensar por uno mismo, "con el martillo".
-Jajaja ¿cómo así con el martillo?
-No sé, pero el viejo es demasiado hippie, como que ya hemos estado casi un mes con puro Nische, y quiere que pensemos como él, y yo ni ahí. igual en todo caso piola el profe, no es pesado ni nada.
-Yo tengo uno, también de filosofía, pero estamos viendo eso de la lógica, las falacias, silogismos....
-¿Aristóteles?
-Sí, ese, y este viejo nos pide argumentar sobre temas actuales casi todas las semanas.
-Aristóteles es cuático.
-Sí, pero es chévere, lo malo que el profe que lo enseña es terrible exigente. Lo único sí que es seco.
-Bacán.....
-Ya bajémonos, hueona.

viernes, 13 de abril de 2018

Desde la sala de profes, se oía el llamado de la secre. "Profe Gabriel, arcángel, venga ahora". Los colegas presentes, que no habían dicho nada, en total mutismo, ahora miraban y expresaban un breve sonido de alerta, como ante una noticia escabrosa. Al cruzar el umbral que da de la sala hacia la oficina, la secre me solicitaba asiento. La colega junto a la puerta la había cerrado de manera intempestiva. Una vez dentro, comenzaba a hablar la secretaria, soltando el secreto: "Usted se supone que es profe de Media y está haciéndole clases a Básica. Todo bien hasta ahí". Sin siquiera llegar a entender todo el motivo, intervengo y le replico con un "pero". El infaltable pero cuando se trata de cuestiones relativas a la pega, y sobre todo cuando estas cuestiones vienen seguidas de una citación personalizada, hasta cierto punto preñada de suspenso. La secretaria, al notar el pero, no tuvo más que ir al grano y largar la firme. "Pero para poder hacer clases necesita una autorización, que ya se la acaba de realizar el director. Aquí está. Firmela y deberá enviarla al Departamento Provincial de Educación de Valparaíso". La sospecha había devenido hecho. Ahora para asegurar mi estadía en el colegio debía nuevamente firmar otro papel, otro documento vicario que hablara por mi razón y que sirviera de garantía imaginaria. La secre, notando mi rostro de preocupación, continuó explicando: "Ojo, profe, el documento tendrá que enviarlo al Departamento, ese que está en Viña, en el plazo de diez días. Le advierto que si se pasa de esos diez días, quedará nulo para el sistema (sic). Tendremos que buscar otro profesor". Escuchando todo lo que la secre me tenía que decir, y la nueva misión que me había sido encomendada para permanecer en la peguita, no atiné a otra cosa que a sonreír. "Pues así es la burocracia, digo, la democracia", le dije a ella, quien, pese al grado de seriedad de lo que había explicado, se mostró de lo más natural. No le quedó más que sopesar la afirmación con una sonrisa. En el instante en que iba a sacar una fotocopia en marcha, agregó: "Y antes que se me olvide. Deberá pasarle al Departamento la autorización que acá le dimos, y ellos le entregarán una oficial, que no recuerdo si era pagada o gratuita". Resultaba que, por si fuera poco, también estaba la posibilidad de tener que pagar por ser autorizado. Ridículo. "¿Cómo? ¿Y ahora más encima pagar para poder trabajar?". La secretaria, bajo el evidente cuestionamiento del trámite, respondió en un tono irónicamente optimista: "Pero recuerde que podrá compensarlo con los bonos del Estado". Al terminar de delinear la última firma de la autorización, le entregaba el lápiz de vuelta. Antes de salir de allí, volvía el rostro en señal de no entender nada. La secre seguía con su expresión parsimoniosa. Regresaba a la sala de profes, a través del umbral, esta vez con la solicitud de autorización en mano. El mutismo de los colegas se volvía cómplice.

miércoles, 11 de abril de 2018

Operación Deyse

Sin previo aviso, cuando proyectaba la película de Miyazaki en clases, un timbre largo, seguido de unos estruendosos campanazos en todo el colegio. Los cabros salieron corriendo en dirección al patio en desorden y en un acto casi automático. Los alcanzaba a atajar justo cuando reaccioné apenas a tan inesperada situación. De esa forma, iban con premura hacia el centro del patio para formarse, chacoteando y jugando en el camino. “¿No se acuerda de la operación Deyse, profe?”, me decía uno, el más risueño pero revoltoso. Otro a su lado preguntaba a quién se refería, y quién había inventado tal operación, si acaso una tal “Daisy”. Duda que yo también acarreo desde chico, por cierto. Siempre pensé que se trataba de alguien con ese nombre, cuando en realidad la palabra es un acrónimo de "De Evacuación y Seguridad Escolar", una referencia, por supuesto, mucho más rutinaria y menos significativa. (Recuerdo, de hecho, que para la práctica final ocurrió algo similar. Había que evacuar la sala al sonido de una alarma. Lo raro y azaroso fue que, de vuelta a la clase, ocurrió realmente un breve temblor. Los alumnos se preguntaban cómo el temblor había ocurrido justo después de haber simulado una evacuación, como si la tierra se estuviese burlando del colegio y sus protocolos).

Una alumna, antes de llegar al patio, donde ya todos los otros chicos se formaban bajo la tutela de los profes, comentaba con otra el temblor de la mañana. Remarcaba lo fuerte que había sido. “El temblor re fuerte oh. No pude dormir nada. Me despertó súper temprano”. La compañera, por su parte, le asentía, pero riéndose por el hecho de que el temblor le había servido de despertador. “No veí? Diosito te quiere despierta”. Ambas seguían echando la talla, hasta que llegaron a donde todos se encontraban. En ese momento, aparecía por el costado la profe de parvularia, bien prolija, totalmente ordenada, con los cabros chicos detrás suyo, también marchando en dirección al centro del establecimiento. Se dio cuenta que no llevaba el libro de clases entre las manos. Lo notó de inmediato y preguntó: “¿Oye, y tu libro de clases? Búscalo, te pueden retar”. Lo decía, en todo caso, con evidente simpatía y tranquilidad. Atiné a mandar al chico revoltoso del principio a buscarlo. Este partió en un dos por tres a la sala y lo trajo rápidamente.

Por extraño que parezca, no conseguía que los cabros formasen una maldita fila, solo estaban unos con otros, de frente al promontorio donde iba apareciendo la inspectora para dar una información. Mientras estaban así, seguían cuchicheando. Uno que otro hueveaba notando lo sorpresivo del asunto, y lo desprevenido que me había tomado. “Quedó cachúo”, le dijo un chico a otro, pronto a poner atención a los dichos de la inspectora, procurando a duras penas que guardaran silencio. Ella, con micrófono en alto, comenzaba a remarcar el hecho de que toda la operación se trataba solo de un simulacro. Les recalcaba, además, a los cabros, con cierto ánimo de reprimenda, que el tiempo de evacuación había sido demasiado largo. “Dos minutos, y eso ya es demasiado. Para la próxima debe ser de un minuto y medio. Ni un segundo más. Ni un segundo menos”. Más atrás, un par de chicas comentaba que quería volver a la sala. Victoria pírrica. Se habían quedado pegadas con la película y el simulacro les había cortado la inspiración. Otros, en cambio, buscaban que la cuestión se extendiese lo más posible para sacar la vuelta, pero, de todos modos, entusiastas con el visionado de la película, que ya, a estas alturas, había sido lo único exitoso de la jornada.

Al terminar de explicar las circunstancias y los deberes en relación a la operación Deyse, la inspectora se refirió a los profesores. Levantó un libro que ella guardaba entre manos, en evidente señal de que los colegas se hicieran presentes, levantando también, en un acto reflejo, sus respectivos libros de clases. Todos los otros profes, como era de esperarse, lo hicieron en el instante. Le seguía yo justo al último. Había pasado piola, porque la inspectora ni nadie de los grandes lo había notado, pero los cabros sí. Y se rieron con el hecho. “¿qué onda profe? Tiene que levantar el libro pues”. “¿No se acuerda de la operación Deyse?”, repetían sin cansancio ante la inesperada reacción de su profesor. Me las saqué diciendo: “El temblor de la mañana me había dejado aturdido”. Los chicos se quedaron callados, en señal de obtuso entendimiento, o bien, en señal de que el gran simulacro estaba por acabar. El sentido de la operación era emular una situación hipotética de terremoto. Y como tal, debía realizarse de modo que fuese lo más imprevisible posible. Pero no contaban con que olvidara por completo el modus operandi. Era cosa de acordarse del movimiento de tierra matutino, y luego, internalizar la regla de tal manera que, durante la jornada, el simulacro no resultase del todo fortuito. Sin embargo, la simulación había llegado en forma de réplica disciplinaria. Era producto de una medida de la cual no estaba enterado pero que, pese a todo, me incluía. Los únicos al tanto de la situación, aunque suene paradójico, eran los propios cabros, que no paraban de recordarme el absurdo de recrear un evento completamente ajeno a la voluntad pedagógica.

Ya a la salida, estaban el director y la secretaria en la oficina. Les comentaba que la operación Deyse me había tomado por sorpresa. Y que, por eso, la salida de los cabros había sido un tanto abrupta. “De eso se trata”, decía el director, con un gesto tan despreocupado que parecía obviar lo engorroso de la simulación. Por su lado, la secretaria respondía de vuelta, diciéndole que, pese a ser un país sísmico, no tenemos cultura sísmica. El director sonreía, mirando hacia el exterior de la ventana. Un nublado inexorable.

lunes, 9 de abril de 2018

Dos cosas sobre The thing de 1982, a esta hora en TCM: 1.- hay una versión VHS en la cual en lugar del tema Superstition de Stevie Wonder suena un misterioso instrumental genérico. 2.- el hecho de que carezca totalmente de personajes femeninos la hace aún más desoladora y asfixiante.
El sábado en una capacitación del Preucv me enteré de los cambios estructurales a la PSU de Lenguaje. Trasladaron la introducción a la prueba desde el módulo de Lenguaje y Comunicación hacia el de Comprensión y Producción de textos, con el fin de que este último módulo fuese exclusivamente dedicado a reforzar el uso de conectores, el plan de redacción, el léxico contextual y la comprensión lectora en sus doce habilidades. Por ende, todos los contenidos mínimos como factores y funciones, actos de habla, comunicación verbal/no verbal, tipos de textos, fueron situados en el primer módulo junto al trabajo con los textos literarios y medios de comunicación de masas. Aparte de estos cambios, el más inaudito, sin duda, fue el de la eliminación de las épocas literarias, priorizando, en cambio, las clases sobre mundos literarios y temas recurrentes de la Literatura, de modo que todo lo referente a esta aflore de manera transversal y en relación directa con los tres grandes géneros: lírico, narrativo y dramático. Con esto, dicen adiós a aquellas sesiones dedicadas al neoclasicismo, al romanticismo, al realismo, al naturalismo y a la literatura contemporánea. Incluso adiós al apartado de interpretación y crítica. Chao referencias de libros rebuscados. Chao agujero del tiempo entre autores y movidas. Todos los ismos históricos son desplazados para pasar a formar parte del trasfondo pragmático de la prueba. 

Un loco, durante la última patita de la capacitación, le preguntaba a la coordinadora académica precisamente sobre aquel punto, y decía darle la razón en lo que atañe al objetivo y a los lineamientos de la PSU, que miden únicamente lo que ellos llaman "habilidades", no conocimiento específico, ni mucho menos bagaje literario, el cual de repente puede que aflore como dato freak o sugerencia curiosa para los lectores facinerosos, contenidos detrás de un corpus meramente funcional. Se podía estar de acuerdo en que la enseñanza de las épocas literarias, digamos, el método historiográfico de la enseñanza de la literatura, resulta ineficiente en relación al formato y al tiempo destinado para la consecución del programa PSU, pero no se podía decir lo mismo respecto a su necesidad o relevancia en general: ¿qué se requiere que se sepa, finalmente? ¿acaso el contexto de producción de Madame Bovary ya no es suficiente para hablar de la estructura de la familia? ¿Acaso los escenarios futuristas de Philip Dick pueden mermar el concepto de futuro de los postulantes? ¿Las vanguardias, pese a su rupturismo, ya no son tema? ¿La estrecha relación entre lo gótico, lo romántico y lo político no ayudará a nadie a decidir sobre nada? ¿La interpretación y la crítica no son sino una disciplina reservada para "especialistas"? Cada una de estas preguntas solo podía ser respondida con un gesto displicente, en el momento que, después de una larga espera kafkiana, la coordinadora nos invitaba a subir nuevamente al salón inicial, para rematar la jornada con una charla de finalización que nunca ocurrió. No hubo preguntas ni inquietudes una vez expuesto el nuevo programa. No cabía allí otro apartado que la mudez.

jueves, 5 de abril de 2018

Soñé que me casaba. Ya no recuerdo con qué chica y bajo qué extraña circunstancia o volada de ácido. Fue sin duda el sueño más corto e inexplicable en lo que va del año.....

Ready Player One

Igual lo mejor de Ready Player One, al margen del ya típico reciclaje del viaje del héroe, fue la alusión constante a la retromanía postulada por Simón Reynolds, en específico, las referencias a la atmósfera ochentera en la música y el imaginario cinéfilo, y, por otro lado, el rescate del mundo de los videojuegos como clave narrativa y elemento emocional. Hay algo en las películas sobre videojuegos, sin embargo, que no termina de cuajar, porque el asunto para el gamer clásico, desde su óptica de nostalgia, no era tanto el sentido de la trama como la emoción y el desafío de la jugabilidad. No importaba en aquellos tiempos cuán compleja fuera la estructura del juego, con tal de que te hiciera adicto y te volviera a temprana edad un yonqui de la pantalla y de la consola. Es cosa de pensar en los legendarios cartuchos de la NES o luego en el popular cd de la Play, que podía hasta ser pirateado con tal de maximizar el catálogo de juegos mediante una sencilla pero efectiva distribución de la memoria. Estoy hablando en este caso de las videoconsolas de cuarta o de quinta generación, (Nintendo, Play Station, Dreamcast, etc) no de las de la nueva generación siglo XXI, que ya han logrado difuminar cada vez más el límite entre lo real y lo virtual, con definiciones gráficas hiperrealistas y dispositivos tecnológicos bastante similares a los de Existenz de David Cronenberg. 

El prejuicio sobre el formato de juego de antaño retrotrae a la memoria esa ligazón con la cultura pop y el cine palomitero. Pero el videojuego también guarda dentro de sí la posibilidad del relato, de la narrativa abierta a la lectura y la experimentación, no solo a la conclusión prefijada, como en el caso de la modalidad RPG, que vendría siendo lo más cercano a la experiencia del rol y del avatar adoptado por Spielberg para armar su rimbombante cuento de hadas ñoño. Tanta es la influencia del RPG en la nueva percepción y sensibilidad que se desmarca del mero acto lúdico para pasar a formar parte de la sensación generalizada de toda una época. Una verdadera fantasía final. Un auténtico cruce del tiempo. Uno podría decir perfectamente: este es solo un avatar, un montón de bits y de bytes, pero llega un punto en que esa aseveración se vuelve una interrogante, y se presenta entonces un punto de indeterminación en el que se hace difícil discriminar si eso que llamas un avatar es tan propio como aquello que llamas tu propia personalidad fuera de la máquina. De ahí la necesidad de cuestionarse ese ingente paso de la pura representación visual de las viejas consolas a la despersonalización completa de las nuevas, que desemboca a la larga en la ilusión escapista de una tecnología que ofrece "oasis" de ficción a cambio del exilio de la vida real. 

Pese a todo, y en esto estarán de acuerdo los millenials, le debemos a los videojuegos muchas de nuestras secretas obsesiones, muchos de nuestros más gloriosos momentos, también muchos de nuestros complejos de infancia, sublimados todavía con la orgía de la imagen, aunque afuera ya no se pueda guardar la partida, porque la memoria se hace cada día más corta, y aunque al final de la jornada no quede otra cosa que "darse vuelta" y solo reste un oscuro y penitente "game over".
Voy a Sodimac a consultar por un pequeño rack organizador de ropa para la pieza, de 63 de ancho y 40 de largo app. Un ropero y un closet común y corrientes no cabrían dentro del ya reducido espacio de la pieza, ataviado de estantes para libros, fotocopias, dvds, discos. El rack que ya existe se encuentra totalmente inclinado, saturado por el uso y el peso de la ropa, tan inclinado que no le deja lugar al velador junto a la ventana. Si meto otra cosa más, me digo a mi mismo, ya sea ropa u otro libro, lisa y llanamente solo alcanzaré a yacer de forma demasiado holgada sobre el contorno de la cama. El espacio que otrora estaba destinado para la pernoctación individual y la reflexión solitaria, con una que otra visita esporádica, de tanto en tanto nocturna, ahora resulta que se va reduciendo día a día, al punto en que no restará otra cosa que despojarse de lo innecesario o que exiliarse irremediablemente, cumpliendo casi en un acto desesperado, la máxima de Diógenes.

martes, 3 de abril de 2018

2001, 50 años.

1.- La película no estaría basada en la novela homónima de Arthur Clarke. Esta última fue escrita en paralelo al filme y, de hecho, publicada después del estreno. Kubrick habría rescatado El centinela (1948) de Clarke para la adaptación. 

2.- El monolito no era originalmente una loza negra vertical, sino que una estructura translúcida piramidal. Esta última forma pertenece al relato El centinela. La forma negra aparece en la novela de Clarke, y se sitúa en la Luna. Este sería el monolito definitivo de la película. En cambio, la forma translúcida de El centinela solo vuelve a replicarse en la novela cuando se aparece frente a los homínidos. 

3.- Las razones de la actiud destructiva de HAL 9000 son diferentes en la novela. En la película, el superordenador pierde los estribos y sabotea la misión, pero se apela a una suerte de "instinto humano" ingente que comienza a aflorar, convirtiéndose así en el primer asesino informático de la historia (del cine). En la novela, en cambio, el colapso de Hal se debe a una paradoja informativa: ha sido programado para comandar un viaje a Júpiter, por lo que no puede revelar el objetivo de la misión a ninguno de los pasajeros humanos. Sin embargo, tampoco les puede mentir, por lo que cae en la entropía y comienza a matar descontroladamente, perdiendo su programación inicial. Kubrick era más nihilista en este sentido respecto al futuro de la inteligencia artificial. Clarke, más optimista, al explicar el caos solo bajo un error de ingeniería y no una naturaleza. 

4.- El paisaje del capítulo inicial El amanecer del hombre tuvo lugar en Namibia, África, en el parque de Spitzkoppe. Pero solo el paisaje, porque la escena de los homínidos nunca fue ahí, sino que en en un estudio de la Metro Goldwin Mayer, Inglaterra. De hecho, Kubrick nunca llegó a pisar Namibia. Toda la escena del encuentro del monolito con los primates, con la música de Strauss sonando de fondo, no fue más que una proyección, una ópera virtual. 

La cuestión era bien simple: Clarke explicaba lo que Kubrick solo mostraba. A Clarke le interesaba la narración. A Kubrick, únicamente, la poesía, la evocación.
Hay instantes en que uno se impulsa a querer lo que hace, pero solo instantes, dentro de una cadena general de tedio y de rutina. Quizá solo el efecto de la endorfina después de la ducha y el almuerzo. Instantes como estos, en que el depa permanece vacío, la pieza se inunda de frío, de humedad, echo un montón de pruebas y trabajos sobre la mesa del living, y lo único que se escucha es el sonido del agua hirviéndose en el hervidor eléctrico.
Nueva tesis en un caso digno de True detective: Matute Johns en realidad habría sido drogado con una "Hoja de Parra" por supuestos agentes de poder que habrían abusado sexualmente de jóvenes no solo en La Cucaracha sino que en otros lugares. Se vuelve a abrir la caja de pandora de este policial negro. Caen presuntos sospechosos. Otros tantos reclaman inocencia querellándose. Nuevos demonios reaparecen. Reacción en cadena, como el propio nombre de aquella extinta banda que integrara el involucrado.

domingo, 1 de abril de 2018

Al no poder elegir entre una empanada de pino y una de marisco en la panadería de Las Heras, la que atendía notó la indecisión y preguntó: -¿Traicionar o no traicionar la fe?-. Un dilema devoto hamletiano. Sonrío levemente captando la referencia. La panadera, aun notando el gesto, parecía preguntarlo en serio. Entonces repliqué: -¿Ir al infierno o ir al cielo? Por ahora, prefiero el cielo-. Sabia elección, decía ella, satisfecha. No sospechaba, o tal vez sí, que la elección estaba mediada por una intertextualidad que ella misma había propiciado, y no por un acto de fe necesariamente. Así le seguía la corriente para ver hasta dónde llegaba. "Recién el Lunes podré volver al infierno". No con menos gracia que antes, pero, esta vez, con estricta lógica, comentó que desde el Lunes ya no corría el dilema. "Pero si mañana ya no es semana santa. Podrá comer lo que sea, sin culpa". Ante sus dichos, agregué que iría de todas formas al cielo, comiese lo que comiese, a lo que ella respondió señalando que no le consta. De ese modo, agarré la empanada de marisco recién precalentada que me vendió, y se la mostré en una seña irónica, antes de salir de ahí. La panadera sabía que podía haber escogido cualquier cosa, pero eso, dadas las circunstancias, ya no significaba nada, ni una prueba teológica, ni una disputa existencial, sino que un mero capricho culinario de nuestra conciencia.