martes, 23 de febrero de 2021

El faro

Si me preguntaran, para mí no fue casual que El faro (2019) de Robert Eggers saliera justo en la fecha previa al comienzo de las cuarentenas mundiales. Parece como si el universo claustrofóbico de la película protagonizada por los guardianes Ephraim Winslow (Robert Pattinson) y Thomas Wake (Willem Dafoe) hubiera corrompido de tal manera el mundo real, con sus tentáculos lovecraftianos, que obligó a la población a encerrarse por completo, para mantenerse a resguardo de aquel virus extraño. Por supuesto, pensarán que he comenzado a delirar tal como el personaje de Winslow al momento de enfrentarse a la inclemencia del mar, con evocaciones a sirenas y monstruos acuáticos, pero es que resulta una tarea titánica no verse influido por esta marea de ensoñación, luego de constatar en el visionado la fuerza de las ilusiones desplegadas a lo largo de la historia, a tal punto que el espectador corre el riesgo de quedar varado o perder el aliento, tras un intento por distinguir la realidad fantástica de la pura y dura imaginación de Winslow, durante sus momentos de mayor aislamiento o enajenación mental. 

Al torrente de visiones de pesadilla, que dota a la isla de una atmósfera perturbadora, se suma el componente de la mitología griega. Las referencias son muy variadas: desde la alusión a Neptuno por parte de Thomas Wake; pasando por el relato sobre Polifemo, con el mismísimo faro como cíclope; hasta llegar al clímax de la obra, en el cual se representa de manera simbólica el mito de Prometeo, su pugna por robarle el fuego a los dioses para otorgárselo a la humanidad, y su posterior castigo divino por acometer semejante osadía. En este caso, tenemos en Winslow el perfecto ejemplo del titán. Sin embargo, en la película, la motivación de Winslow al intentar subir a la luz del faro, resguardada celosamente por su jefe y compañero Thomas Wake, no era precisamente noble, como se podría entrever a raíz de una lectura estricta del mito. El personaje de Winslow encarna, más bien, el deseo por el poder y el enigma prohibido que encierra la luz del faro. Su ímpetu es tal que osa rebelarse contra el guardián veterano, quien cuida de esta luz como si se tratara de su esposa. La cualidad de lo sagrado lo conforma aquí la significación del faro para los personajes y para el universo, no tanto en su mero carácter señalizador, como en la implicancia psicológica, simbólica y mitológica de su luminosidad. 

Bajo un ambiente embargado de desolación, preñado de incertidumbre, solo con el mar como una otredad hostil, el faro es lo único que mantiene unidos a los personajes. Es el sentido de su estadía en la isla. El faro los reúne en torno a una misión, por muy descorazonadora que parezca. Pero el costo de ese sentido implica también su reverso: el absurdo. A partir de este, las acciones de los fareros se tornan cada vez más erráticas, descendiendo de manera progresiva en la locura y la disociación, alimentando, de esta forma, el misterio sobre el faro y los tabúes más extremos respecto a los horrores del océano, los cuales nunca alcanzan a diferenciarse completamente de las sugestiones de unos guardianes demasiado alienados como para mantenerse a flote y mucho menos para llevar a buen puerto su misión inicial. De esta manera, cual polillas desterradas debatiéndose en la oscuridad, Wake y Winslow abandonan el rigor de sus trabajos para sumirse en una lucha por conquistar la luz. Uno de ellos, vence. Sin embargo, termina cayendo. Y es aquí donde entra el mito de Ícaro. En este, Dédalo advertía a Ícaro que no se elevase demasiado, porque el calor del Sol derretiría la cera de sus alas, pero que tampoco volase demasiado bajo, porque el mar mojaría sus alas y acabaría sumergido. En la película, vemos cómo Winslow es cegado por la luz del faro (poder irresistible o secreto demasiado inconmensurable) y cae a orillas del mar, para luego ser devorado por las gaviotas, emulando el castigo a Prometeo. Recordemos que las gaviotas, según Wake, eran el espíritu de los marineros perdidos en el mar. Así, se puede interpretar que estas gaviotas son el equivalente de aquella águila devoradora en el mito griego, y que la muerte de Winslow también puede emular la caída de Ícaro, a la vez que representa la inmensidad del mar, referida por Wake durante la película siempre como una fuerza primigenia. En suma, los guardianes en la película acaban sucumbiendo a su propia mortalidad de cara a la mar y tras el intento por poseer la sagrada luz del faro, demasiado sublime para su naturaleza humana. 

Ahora bien, si llevásemos el tópico de la locura a un extremo, y de acuerdo a una lectura mucho más secular, podríamos incluso señalar que lo ocurrido por Wake y Winslow en la ficción cinematográfica, es más bien una representación de las alucinaciones y emanaciones psíquicas producidas por unos personajes sometidos a condiciones adversas, que llegaron a degenerarse, enfermarse, perder la cabeza y, definitivamente, matarse entre sí, tal como sucedió en la vida real con los casos de los guardianes Thomas Griffin y Thomas Howell, a comienzos del siglo XIX. De estos dos, solo sobrevivió Howell, y él tuvo que lidiar con la muerte de su compañero Griffin, temiendo que fuese acusado de asesinato, todo lo cual le valió incluso convivir con su cadáver durante largas temporadas, al punto de considerar el suicidio. Finalmente, Howell logró ser rescatado de aquella aterradora experiencia, pero, al regresar a tierra firme, ya no era el mismo. Según decían, solo era “una sombra de su antiguo ser”. Asimismo, la realidad de las cuarentenas prolongadas en el mundo ha llevado a muchas personas a perderse a si mismas, cada quien en su propia isla inhóspita, cada quien con sus propios faros. Muchas han caído en la locura; otras tantas, han sido invadidas por el virus, atacando las orillas de su diminuto espacio. El resto, aún sobrevivimos, esperando ilusamente el milagro que nos rescate del naufragio o la expiación de la luz al final del túnel. 




Friedrich Nietzsche. El nihilismo: escritos póstumos (extracto)

Ninguna «educación moral» del género humano; al contrario, nos es necesaria la escuela coactiva de los errores porque la «verdad» produce fastidio y amarga la vida, suponiendo que el hombre no sea empujado inevitablemente hacia dicha vía y que no haya asumido su sincera lucidez con un orgullo trágico.