lunes, 7 de agosto de 2017

La calle de los niños se hizo esta vez en Av Brasil. Me acuerdo cuando estaba de alcalde el guatón Pinto iba y era en la Pedro montt. Había en toda la esquina de Freire hasta un rincón juvenil. Karaoke, baile, jugar a ser artista. Paso hoy de noche por la Brasil, de vuelta, y en la vereda se apreciaban los restos de la fiesta de la tarde: globos, envases, juguetes plásticos. Mas allá bajo la estatua de Bilbao, unos cabros en actitud sospechosa, seguramente fumando sus caños. Uno de ellos reía efusivamente y miraba hacia atrás, perseguido. El verdadero rincón juvenil en valpo, al parecer, siempre fue de noche y a escondidas, entre los restos de la calle, mientras los niños, enguatados de dulce e ilusiones, duermen.
Al pensar en los niños más pequeños, no puedo tampoco dejar de pensar en esas situaciones en las cuales parecen desentonar: en una misa o en una reunión de carácter solemne, por ejemplo, donde no paran de llorar o juguetear, según sea su estado de ánimo, desconociendo por completo el contexto en su inocencia. O incluso en el cine, donde no reina lo solemne sino que la atmósfera de silencio que exige el visionado. ¿qué habrá sido de aquellos niños que fuimos? se preguntaba Lihn, esos que reían a carcajadas en el medio de un velorio, que pedían un helado mientras el resto se inundaba en lágrimas, que no tenían miedo de gritar cuando la diversión de los grandes no le resultaba divertida, que veían en la oscuridad de la pieza la suya propia. El niño se aburre fácilmente, no entiende de contratos ni de convenciones; en su mente no funciona lo tácito ni lo implícito. Por eso al pasar por el cedazo de la escuela también actúa de una forma similar. Su instinto le dicta que hay algo ahí que huele a falta de naturalidad, a reglas que sustraen al individuo de si mismo. El niño no se piensa una persona independiente todavía pero tampoco adhiere a las infinitas leyes de la sociedad. Está en ese limbo en el que la energía permanece aún sujeta a la imaginación. La figura del niño de la que hablaba Nietzsche, un tanto idealizada, la de un nuevo renacer, pero también la de una nueva transmutación de los valores. La tabla de la moral entendida como un puzzle de la voluntad. El niño ve al mundo como si fuese un juego a gran escala. Un juego en el que pierde y gana indefinidamente. La vida adulta, entrampada en deberes y responsabilidades, tiende a sustraerse de ese querer íntimo. La vida adulta no ríe. El llanto del niño es también el llanto del mundo. Su risa debería ser también la risa del que juega.