lunes, 7 de octubre de 2024

Hacia una cineteca de los sueños

“La realidad es la única película que nos quita el sueño". Enrique Lihn

Unos científicos japoneses desarrollaron una tecnología capaz de grabar y reproducir los sueños como si se tratara de material audiovisual. Tal como se lee. El equipo está liderado por Yukiyasu Kamitani, jefe del Departamento de Neuroinformática de los Laboratorios de Neurociencia Computacional en Kioto. Gracias a un método avanzado, consiguieron examinar los procesos neuronales involucrados en los sueños, generando así una imagen detallada para cada uno. Por supuesto que la calidad de las imágenes todavía no es la más óptima, pero ya se ha logrado una versión beta del mecanismo informático.

“Soñamos para olvidar”, escribió el científico Francis Crick. Sin embargo, se está llegando al punto en que ya no será factible olvidar lo soñado. El sueño de estos científicos ambiciosos será el de ingresar al mundo de los sueños para robarse unos cuantos secretos. En la carrera por el poder onírico, un investigador de la Universidad de Texas, Daniel Oldis, ya se ha dedicado a registrar los movimientos y el lenguaje de los sueños, mediante el uso de electromiografía. Lo deja patente en su libro llamado “Manifiesto del sueño lúcido”.

Nuevamente, una idea fascinante, a la vez que aterradora. ¿Y si tuvieran, aparte del manejo de nuestra mente, con un aparato en la línea de Neuralink, también el control sobre nuestros más íntimos sueños? El hombre no sería libre ni siquiera al momento de dormir para reposar su fatigada consciencia, exhausta por la vida de la vigilia. Una verdadera policía de los sueños. Un Estado tecnocrático con influencia hasta en el terreno onírico de los ciudadanos. Será tal vez, como reza el tema de Cheap trick: “The dream police/they live inside of my head”.

Wim Wenders filmó una película del año 1991 llamada Hasta el fin del mundo. Su argumento resulta increíblemente profético, con respecto a los avances mencionados. La película se trata básicamente de un futuro desastroso, a la sombra de una catástrofe nuclear. Un tal Sam es perseguido por agentes misteriosos (la CIA) porque esconde una cámara capaz de “hacer ver a los ciegos”, con el potencial de grabar los sueños humanos. Tanto Sam como Claire, la novia del escritor Eugene, se vuelven adictos a visualizar sus propios sueños en la pantalla, entonces Eugene rescata a Claire, aquejada por la abstinencia que le provocó la exposición al visionado onírico. Tras estos eventos, Eugene acaba una novela que estaba escribiendo y se la regala a su novia, usando, de esa manera, “la verdad de las palabras” para redimirla de la “enfermedad de las imágenes”.

En efecto, pareciera que, cuando se trata de los sueños, su enigma, las palabras están reñidas con las imágenes, y estas últimas pretenden volverse hegemónicas en su representación. Pero no tiene por qué ser así. La palabra puede también engendrar la imagen y dotarla de un poder creativo. Es cosa de remitirse a las adaptaciones cinematográficas de grandes novelas. Es más. La propia IA, hoy por hoy, posibilita que sus usuarios redacten un prompt capaz de generar imágenes sorprendentes, impensadas sin su algoritmo frenético.

Es cosa de tiempo para que la puerta al mundo de los sueños sea abierta y sea revelado su sello. La caja negra de los sueños nunca había resultado tan oscura ni tan penetrante en su abismo, algo que Freud quizá solo intuyó, y algo que su discípulo Jung, aún más aventajado, alcanzó a visualizar de manera profunda en su travesía a través de los símbolos y arquetipos del inconsciente colectivo. Parece una cuestión de fantasía, pero en la práctica se está trabajando para ello. Toda la maquinaria neurocientífica y tecnológica está puesta en ese menester. Toca anticiparse a un escenario de control total sobre nuestro íntimo y sagrado “conteo de ovejas”, aunque también toca “hackear el sistema” e imaginar un panorama más favorable, uno en donde el control sobre nuestros propios contenidos oníricos sea enteramente nuestro, acaso con clave mediante, soberanos sobre nuestro reino de los sueños y pesadillas.

Años atrás, recuerdo que escribí una crónica en donde relataba la posibilidad de una cineteca de los sueños, luego de ver un afiche de un documental sobre Aldo Francia, pegado en una pared de una esquina de mi barrio. La cineteca, había escrito, podría proyectarse en los patios traseros de Valparaíso, en un visionado de las ruinas, donde “el tiempo se sueña a sí mismo”. Si fuera posible esa cineteca de los sueños, pediría que su calidad visual no fuera tan nítida ni se asemejara a la alta definición gráfica. Antes, preferiría unos sueños en calidad VHS, onda Lynch, con aquella textura retro, porosa y borrosa, propia de los años ochenta y noventa, época de la infancia, sueño cristalizado en el tiempo y convertido en el mito del origen.

Cuando enseño un contenido, suelo ocupar un ejemplo práctico antes de pasar a lo más conceptual. Hoy introduje el género dramático. Les pregunté a los alumnos si podían definir qué era un drama, y si habían vivido alguno en su vida. Como ninguno se mostró presto, volví a repetir la pregunta: ¿Qué drama habían vivido? Uno habló sobre un asalto; otro, sobre el incendio de su casa. Cuestiones que ya antes había escuchado, lamentablemente, de otros compañeros suyos, una situación que se estaba volviendo rutinaria, anecdótica, en el país. Eran situaciones esperadas en un contexto más o menos convulso.

Sin embargo, la respuesta súbita de un alumno me sorprendió: -Nacer-, dijo. -Ese es el drama-. Silencio, de pronto. Le volví a preguntar, esta vez, a qué se refería con eso. -Uno no pidió nacer, así de simple-, contestó el alumno, sereno y muy tranquilo. De inmediato, me remitió a Segismundo en La vida es sueño de Calderón de la Barca. El cabro no lo había leído, pero intuyó -sin quererlo- el sentido profundo de su monólogo. "¿Sabe a quién me recuerda? A Calderón de la Barca", agregué. "Le sugiero que lo lea". Anotó en su cuaderno y luego siguió escribiendo otro texto que no conseguí descifrar.

El solo hecho de haber dicho que el drama verdadero era nacer, lo distinguía del resto. A veces, las reflexiones más profundas, al hincar en el nervio de la condición humana, generan esa sensación de haber tocado algo infranqueable, solo accesible a ciertos caracteres. Había pensado en recomendarle al cabro la lectura del filósofo misántropo, Schopenhauer, pero desistí. Quería que el propio cabro se diera cuenta y tanteara un posible recorrido a través de la literatura y la filosofía del pesimismo. Un sacerdote místico tenía que ser el inspirador. Un largo trecho le espera. Las búsquedas, las verdaderas, siempre son personales, como las iniciaciones. Y el profesor puede solo ser el guía, el guía hacia el camino propio, sea este, a futuro, luminoso o repleto de senderos tenebrosos. No le corresponde recorrerlo a nadie más que al alumno, pese a él mismo.