jueves, 7 de marzo de 2019

"El neón combina los gráficos del electrocardiograma con la frase "Estar en el mundo", que sugiere el problema de estar "presente" o "consciente" en la existencia. El cerebro representado a escala humana, en tanto, combina materias primas propias de la naturaleza, y de esa manera el "brillo del oro" adquiere un valor simbólico relacionado con la conciencia". Constanza Ragal. 
Brígido pero cuando me dio por trotar de Portales a Caleta Abarca, tratando de mantener el ritmo, la velocidad y la distancia que había demostrado en más de cuatro ocasiones durante el verano (una media de 7 a 9 kilómetros por hora en una distancia de tres a cuatro kilómetros), la aplicación de Runtastic en marcha comenzó a actualizarse sola, a la par con la playlist musical dispuesta para la carrera. Junto a esa actualización, venía una mecánica voz femenina que regulaba cada kilómetro recorrido, la elevación alcanzada y las calorías quemadas en ese kilómetro. No había prestado la suficiente atención a esos detalles, demasiado esmerado en la intensidad del trote, pero llegaba un momento en que, cruzando el Club de yates, todo andaba casi por inercia, ese momento que Murakami en su libro “De qué hablo cuando hablo de correr” señaló como el momento en que se deja de pensar en el movimiento y en la dirección para poner la máquina en piloto automático. Murakami decía que cada vez que le venía la molesta idea de desistir se repetía a sí mismo como un mantra, durante la carrera: "No soy un humano. Soy una pura máquina", y como tal, no tenía que sentir nada, simplemente avanzar. Algo de esa personalísima intuición alcancé a vislumbrar en esa curva peligrosa del Club de yates, impulsado por la acción del viento vespertino y la brisa costera, pero a la vez, con cierto vértigo ante los vehículos que no paraban de subir y bajar en hora punta a través de la carretera. 

Acordándome de este loco y su libro no paraba de escribir en mi mente la próxima experiencia. El resto de los corredores pasaban a mi lado, demasiado imbuidos en su propio trote. Solo hubo una pareja maratónica que practicaba algo así como un paso de resistencia. Su trote era un poco más lento pero constante. A puro pulso fui aprendiendo que esa era la tónica para poder ganar distancia y duración. No tanto empecinarse con la adictiva sensación adrenalínica de la velocidad, sino que con el goce en la constancia del trote, probándose a sí mismo al menos hasta que tu cuerpo consiga lo necesario para aumentar la elevación con tal de pasar al siguiente nivel. Lo satisfactorio es que ese nivel no tiene un sentido demasiado impersonal, sino que uno profundamente arraigado en el alcance que se le da a la propia experiencia del trote. 

El bueno de Murakami hablaba también de aquella sensación en la que sientes que puedes dar todavía más pero te detienes para cumplir tu objetivo inicial. Durante el último pique me pasó que recorrí desde el Muelle Barón hasta Portales, ida y vuelta, y ya alcanzados los cuatro kilómetros, sentía que todavía podía recorrer otro kilómetro adicional. Aumentaba de un tirón la distancia recorrida, pero si en su lugar aumentaba el ritmo, acortaba el tiempo de la carrera. Así que hice lo que el propio Murakami recomendaba para estos casos: asimilar la emoción y conservar la marca hasta el próximo trote, y así ir aumentando la intensidad progresivamente. Una cosa similar pasa al momento de escribir: no te das cuenta cuánto texto puedes redactar hasta que la respiración de tus ideas y el pulso de tu pluma te exigen un alto. Entonces, contenido por ese ímpetu espontáneo, se entra en la disyuntiva entre alargar el texto indefinidamente o bien rematar de una para luego darle otro vuelco. Ahí uno capta que el correr y el escribir son una cuestión de conciencia sobre la propia respiración interior. Así, por ejemplo, a Murakami, maratonista esporádico, le daba por detener el proceso en el mejor momento, para luego retomarlo con una intensidad similar y, lo que es más importante, con nuevos aires y un pulso lo más idéntico posible a la última vez. Yo, en cambio, me he dado cuenta que voy para los trotes cortos, no para las voladas de largo aliento, aunque de trote en trote me siento capaz de ir ganando resistencia y distancia, no tanto velocidad. Iba reflexionando sobre estos alcances, tratando de darle alguna deriva textual, hasta que, cachando el tramo recorrido, se me vino a la cabeza el famoso proyecto del tren de Valparaíso a Santiago. Hay ahí una obsesión en la infraestructura por acortar el tiempo de viaje mediante un aumento eficiente en la velocidad de la máquina, prácticamente lo contrario a lo que he venido haciendo con el "running", y a lo que creo que el resto de los corredores, todos tan solitarios en su proceso como el que suscribe, también apuntan, esto es, aumentar el tiempo de la carrera acortando la velocidad y perseverando en el ritmo. 

No he cavilado suficiente en los motivos que me han llevado a trotar de manera periódica, (cosa que me parece, por ahora, innecesaria) pero sí en los resultados y en sus anecdóticas conclusiones. Como cuando volvía a paso firme hacia el paseo Wheelwright, y caché que ya puesto el sol la gente que ahí entrenaba con las máquinas y con rutinas misceláneas de ejercicios se retiraba lentamente, quizá motivada por un trasfondo similar a la acción de la mente sobre el cuerpo: sustraerse a sí mismo, simplemente probar un poco de ese cambio hormonal y abandonarse, o insuflar algo de autodisciplina a un organismo sometido a su propia zona de confort. A medida que iba volviendo por el paseo, la soledad del recorrido se iba haciendo mayor, conforme oscurecía. Un par de perros tirando entre las escaleras de la caleta servía de contrapunto cómico para la jornada, y para los cabros chicos y las familias que los miraban entusiastas mientras comenzaban a arreglar sus cuestiones playeras para virarse de ahí. Era tal la frecuencia con la que esos perros culiaban que me sirvió de aliciente para retomar el ritmo y emprender nuevamente un trote corto hasta llegar a Barón. Llegaba junto con la noche la fatiga, aunque con la voluntad de la caminata y la frescura del mar el cuerpo como que alcanzaba un estado de distensión espontáneo. Con esa sensación, y casi arribando a la altura del VTP, me percaté que un loco seguía en ese lado tocando la guitarra. Lo estaba haciendo desde antes que pasase por ahí para emprender la caminata rumbo a Portales y proseguir con el pique a Caleta Abarca. Permanecía totalmente imbuido en su rasgueo solitario en el instante que otros corredores se animaban a avanzar a través de la estación Barón rumbo a la vereda de Errázuriz. Los miraba como quien mira a los espectadores transitorios de su música diletante al paso. En cierta manera, cada quien iba escuchando el sonido de su propia acción sorda. Demasiado inmersos en lo que estaban haciendo, no había diálogo ni palabras al voleo que allí fuesen articular alguna clase de comunicación. Discurría sobre esta imagen hasta salir finalmente de la estación Barón hacia Brasil. Ya se había puesto oscuro, muchos de los locos que allí andaban ya emprendían rumbo a quién sabe qué parte, y, por supuesto, algunos de los corredores también harían lo suyo. El tramo de regreso era en línea recta desde Brasil hasta Edwards, y el trayecto asemejaba paso a paso la forma de una maratón improvisada, sin otro adversario que el miedo a perder la emoción y acaso sin otro compañero que el bienestar, el bienestar solitario de la endorfina como ahora la plácida languidez de la escritura, sola frente al texto como un camino sin huellas.