sábado, 5 de octubre de 2024

Segunda visión contraintuitiva sobre el Guasón 2

(alerta de SPOILER: no leer si no ha visto la película)

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La relación amorosa entre Harley y el Guasón no fue lo que más me conmovió. Se notó demasiado tópica y predecible al comienzo e incluso muy avanzada la trama. Eso sí, dejaba entrever algo mucho más importante, polémico y poco estudiado por el biempensante promedio: la hibristofilia, enamoramiento y admiración patológica hacia el delincuente violento, con ciertos rasgos fuertes de personalidad, fenómeno que me recordó mucho al caso de las fanáticas de Charles Manson o las cartas de amor recibidas por Ted Bundy o Jeffrey Dahmer.

No me conmovieron los bailecitos musicales con tintes de sarcasmo y humor negro, ni la escapada de la cárcel ni el polvo furtivo en el calabozo. Lo que sí me remeció por dentro fue el final de la relación. Me sentí identificado. En cierta manera, todo acabó cuando el Guasón tuvo un momento de lucidez y reconoció ser solo Arthur Fleck, un sujeto disociado que sufrió mucho en su infancia, que llevaba una vida miserable y que, en un arranque de furia, liquidó a otros.

Al escuchar esa confesión, carente de la sorna y del desparpajo que caracterizaba al Joker, Harley dejó de sonreír y lo abandonó sin piedad. Arthur, cansado de interpretar el papel, había declarado que el Guasón no existía. Se lo comió la sombra, esa sombra caricaturesca al comienzo del filme. Se lo comió su propio personaje, superado por la brutalidad de su vida. Así como el Guasón no existía más para Arthur, así también el Guasón dejó de existir para Harley y, con él, su amor, su sujeto de admiración. Lo había dejado de respetar y de admirar, por ende, lo había dejado de amar.

Tras escapar del jucio, en medio del desastre que reinaba en la ciudad, ya era demasiado tarde para enmendar las cosas. El caos se había vuelto garantía de libertad para Arthur, la única manera de enfrentar su realidad. Pero en el momento en que vio más allá de la máscara del Guasón, perdió todo su poder, el poder de su personaje, de su fantasía. Junto con su máscara y su imagen, también moría el amor entre ambos, porque, sencillamente, no puede haber amor sin admiración, solo una cáscara vacía, un rostro demacrado, vaciado de brillo.

Dos visiones contraintuitivas sobre el Guasón 2

(alerta de SPOILER: no leer si no ha visto la película)

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Fui a ver el Guasón 2 al Insomnia, sin expectativas, luego de leer las críticas que destrozaron esta secuela. La mayoría coincidía en que la primera había dejado la vara muy alta, que era innecesaria, que intercalar demasiado musical y poner a Lady Gaga como Harley Quinn se trataba de una medida artificiosa, maquinada por la Warner para justificar el enorme presupuesto. Y sí. Confirmo que la secuela se sentía radicalmente distinta, yo diría que incluso había momentos que recordaban más a La La land, a un La La land bizarro más que al primer Guasón del 2019.

Sin embargo, algo ocurrió en esa sesión del Insomnia. Pese a la mala idea que me había hecho de este Guasón, disfruté la película de principio a fin, desde otro ángulo. En el momento de la trama donde se desarrolla el juicio contra Arthur Fleck, unos locos sentados muy atrás, en las butacas del fondo, comenzaron a hacer ruidos. La cuestión fue in crescendo: sonó la apertura de una lata (supongo que no era de cerveza, supongo); luego, el desagradable sonido de la masticación, que se volvió reiterativo y siempre crocante; y, por si fuera poco, las risas y comentarios desatinados. Yo miraba hacia atrás, a ver si les paraba el carro, pero nadie a su alrededor, al menos los que se sentaban en las butacas del fondo, se mostraba especialmente molesto. Muy sospechoso.

Me volví a concentrar en el juicio, de tanto en tanto, cuando la película alternaba sus musicales con la dupla Harley-Joker (Gaga-Phoenix). Fue en esos instantes que advertí la relación entre el boicot sonoro que se estaba gestando en la sala y el espectáculo circense en el que se había vuelto el propio juicio contra el Guasón en la película. Su risa nerviosa irritaba al juez y era el festín de sus feligreses en el estrado, mientras en la sala de cine continuaba el carnaval grotesco de la interrupción, con las masticadas que iban en aumento, las toses furtivas, las risas a pito de nada y los murmullos sin sentido. Fue tanto que, llegado a un punto, increíblemente, no quise interrumpir a nadie y solo seguí viendo la película y su resonancia caótica fuera de la pantalla, en medio de la propia audiencia al fondo de la sala que, merced a su desatino, parecía imbuida de ese espíritu payasesco y nihilista propio del Guasón. ¿La risa de esos idiotas habrá sido la risa del que desprecia el espectáculo que está viendo, o la risa del que festina con el sufriente libertinaje del protagonista?

A punto del clímax, el alboroto dentro de la sala había parado. Quizá porque el propio Guasón estaba encontrando su fin, entonces las risas devinieron un silencio atroz, apenas un aplauso de protocolo que se disolvió demasiado pronto, con el encendido de las luces. Fuera del cine, de noche, nadie volvió a reír.
La idea de "sentar cabeza" me persigue, pero yo soy más rápido.