jueves, 25 de octubre de 2018

"Profesor de la Usach murió preparando una clase" se titula la portada del Lun de hoy. Antes de morir, un colega habría revelado lo que serían unas palabras premonitorias: "no voy a seguir". Imagen metonímica. Síntoma nacional. La vida para el profesor sería aquello que sucede mientras está planificando una clase. Lo más equivalente al término de esa clase sería la muerte, verdadera maestra de sus días.
A más de diez años del incendio de la casa en el cerro la cruz, se me vienen a la mente recuerdos calcinados. Esa noche desperté prácticamente de improviso. Cuando me percaté el living ya estaba inundado de un color espeso, anaranjado. Allí se encontraban mi madre y mi hermana chica, esperando bajo el humo, a ver si su servidor seguía con vida. Fueron instantes caóticos. A lo único que atiné en su momento fue a subir con ellas rumbo al cerro, hacia la casa de los abuelos. Casi todos estaban paralizados. Fue muy poco lo que se pudo hacer, excepto tratar de salvar algunas cosas y quebrar por dentro para intentar rescatar a los que aún quedaban envueltos bajo el averno nocturno. El resto de la historia figura todavía consumido en la conciencia como una hoguera. Demasiado fuego ahí adentro para seguir hurgando con impunidad y desvergüenza. La incineración costó no solo la pérdida absoluta de la casa, sino que la muerte de dos seres queridos que vivían próximos a la "zona de sacrificio": nuestra bisabuela y su pareja de ese entonces, por lo cual se podrán imaginar el dolor que todo ello implicó. A las horas siguientes, tras el fracasado operativo de bomberos, y la constatación siempre tardía de los pacos, el lugar aparecía asediado por la prensa, reporteando el desastre in situ. El llamado amarillista de la tragedia, siempre tan oportuno. Algo que nunca olvido es la imagen de la destrucción en primera plana en la portada de La estrella del día siguiente, seguido del rostro de los difuntos, puestos ahí cual protagonistas malogrados de una historia demasiado cotidiana que solo llegó a brillar en el momento que ardió y se esfumó para siempre. Lo cuento a estas alturas ya como anécdota, como herida cauterizada lo suficiente, pero el trauma de ese tiempo aún palpita a ratos, insistente, dándole una y mil vueltas con tal de darle un relato a ceniza, siquiera algún cauce textual que una los cabos imaginarios de aquel absurdo suceso hecho pira. Sin embargo, todos sabemos de sobra que las palabras no alcanzan a dimensionar el tejido de la experiencia. Más aún cuando el tejido viene con la combustión de lo imprevisto. La emoción se vuelve inflamable. Y con el pasar de los años, la experiencia de lo ocurrido también se vuelve inefable. Hoy por hoy, solo restan las ruinas de la casa, sus ruinas carbonizadas, opacas, aún vigentes, la estructura de una troya tercermundista, el recuerdo hostigoso como ironía de rescate, una que otra foto de un album familiar, carcomido de negro por los bordes y, si queremos ser consecuentes con el recuento, este iluso intento de retrotraer a la memoria lo inevitable, expresado bajo el velo de alguna significación ya demasiado póstuma. La cuestión ya quedó en el pasado, pero algo todavía quema adentro: una ardiente pregunta que no admite respuestas, porque, citando de manera antojadiza a Artaud, vivir no es otra cosa que arder en preguntas. Conclusión precipitada: toda pregunta sobre el destino te pillará en pelota, trasnochado y en llamas. Mejor evitar la pregunta, y sobrevivir como sea, enarbolando la no tan merecida casualidad de seguir aquí, debatiéndose por todo y a la vez por nada.