lunes, 24 de diciembre de 2018

Ayer tocó embalar algunos regalos atrasados. Uno de ellos era un tanto aparatoso, y costó envolverlo, sin contar además con que el puestito estaba instalado en plena avenida, donde el flujo de gente era estrepitoso. El compadre que atendía dijo: -Para lo que va a durar envuelto-, al tiempo que la mujer cortaba unos pliegos para que el envoltorio calzara. -Todo sea por los niños-, dijo ella, cuando ya terminaba de pegar el último pliego. No todos reparan en ese aspecto. El hecho de que el envoltorio dure únicamente lo que dure, supeditado al carácter sorpresa del regalo. Y el hecho de que toda esa magia sea sostenida a la larga por un comercio popular, rayano en lo clandestino. El mercado, amparado por la fecha simbólica, hace posible que hasta el acto más rudimentario cobre un significado especial. El comerciante de navidad trabaja a expensas de su propio escepticismo, y las familias se reúnen luego convencidas de que tienen una excusa nueva para soportarse. A fin de cuentas, el encanto de la navidad recae en su envoltorio de bondad, empatía y reconciliación, en su ilusión esotérica amparada por agentes materiales y acaso disfrutada con un ánimo que recuerda nuestro primeros años, en los cuales bastaba únicamente con creer que todo conspiraba para que fuésemos mejores personas.
¿Y el bono término de existencia, cuándo?