sábado, 21 de mayo de 2022

Cine en su casa: "Body chemistry. Point of seduction 4" (1994) de Jim Wynorski

Cine en su casa. Hoy, la película Body chemistry. Point of seduction 4 (1994) de Jim Wynorski, un thriller erótico noventero en la línea de Atracción fatal.
Sinopsis: Un abogado (Larry Poindexter) cae bajo el hechizo de la psicóloga Claire Archer (Shannon Tweed) a la que tiene que defender por el asesinato de su ex amante, un productor de cine.
Sexo, intriga y crimen.


Tormenta perfecta (cuento)

Y caí contra el pavimento el mismo día en que escribí sobre la tormenta perfecta. Había dicho que las personas que, en su momento, creímos de confianza, mudaron de pronto sus intenciones o dejaron entrever sus auténticos móviles sin mediar aviso, impulsados por el avasallante devenir de los acontecimientos del mundo. Mientras pensé en esa confluencia trágica, mi cabeza retumbó, las sienes se hincharon, se manifestaron gritos y sollozos que no advertí, bajo una especie de ritual callejero en el cual el único sacrificado bautizaba la acera de la calle y transcribía luego su experiencia con el corazón roto y el trauma bien aceitado en la memoria.

Venía de andar unos pasos sin dirección, solo atinando al sentir de la masa nocturna. Nunca hubiera creído que los bocinazos del enrevesado tráfico ni la algarabía bohemia se volverían la orquesta de la desilusión y la disolución. A veces, solo hace falta desandar los pasos que uno creyó dar en determinado momento y luego unir una a una las huellas que te llevaron por tal o cual camino, con tal de hallar algún rastro recóndito, algo que te avizore el panorama, o que te advierta sobre lo que podría llegar a suceder, o sobre el próximo agente de la esquina, porque es muy probable que, después de una serie de resignificaciones, los hechos puedan llegar a encadenarse secretamente, tal como los pájaros se cuelgan al tendido eléctrico desconociendo el rumor de la muerte que conspira a cada instante antes de salir al vuelo.

Algo en el ambiente, una luz roja cruzada, una mirada venenosa, una moneda caída al alcantarillado, podría ser el indicio secreto en clave que te anticipe un desastre inminente, si se lee detenidamente en su dimensión global; entonces, la conspiración adquiere cuerpo, a medida que se aprecia el trasfondo oscuro de las cosas tras cada desconocida o cada malentendido. Resulta enervante esa idea. No se puede olvidar de buenas a primeras, sobre todo si la exposición es brutal y caminas tranquilamente a cierta hora de la noche, en la avenida de un puerto cada vez más roído, devenido el abandono de los sueños, las tradiciones y los pesares que, para efectos de la historia, vendrían a ser lo mismo.

Aquel día había conversado largamente con una joven misteriosa de la Cuarta Región. Nunca estuvo enterada de aquel violento incidente. Simplemente discutimos la posibilidad del encuentro. Mientras tanto, el horizonte de la calle se iba dilatando. Iba adquiriendo la forma sangrienta de un golpe. Y no, nunca se trató de un asalto, pero esa era la verdad que convenía, porque hablarle de la verdad de aquella noche iba a sonar demasiado estridente para sus oídos enamorados. Había que procurar la ilusión, resguardar el sueño, protegerlo de la suciedad, de la abrupta intemperie que nos cobijaba, de repente, en cierto punto neurálgico y nos enfrentaba el uno contra el otro. Convencido de este velo, lo tendí una y otra vez, con tal de despejar el suficiente polvo y eliminar el posible desperdicio. No podía enterarse. No podía saber siquiera, de modo que me aboqué al diletante merodeo para un sanador extravío.

Caminé horas por aquellas añoradas y decadentes calles del puerto, en un ejercicio del todo masoquista. Los recuerdos sobre esas madrugadas orgiásticas volvían cual navaja a la piel. Era doloroso y, a la vez, constituía una delicia culpable. Uno se regodeaba en el pasado hipotético, en la idealización del romance trasnochado, únicamente para no resentir la conciencia, pero, tras cada paso, el peso del cuerpo lo hacía todo difícil, pasaba la cuenta andar tras esa bruma tan opaca y esa bulla tan grave. Lo que hubiera parecido, en su época, el encantador frenesí de la vida nocturna, no resultaba, bajo ese panorama pandémico, otra cosa que la antesala del acabóse. Se dejaba intuir, así, tras las miradas perdidas de los transeúntes apurados, la poca convocatoria a los sitios de antaño, la baja vibración festiva, la soledad cada vez más concurrida de las calles aledañas. No cabía la posibilidad, ahí, de aventurarse, temiendo que el impulso tanático se impusiera al espíritu dionisiaco, inspirado por la jovialidad del plan. Volvía sobre mis pasos y, en ese volver, también algo me llevaba a ir. Algo me empujaba hacia adelante: un recuerdo atroz, una duda, una deuda.

Trataba de contener esa creciente marea de malas intuiciones, acaso no fueran otra cosa que sugestiones inducidas por la decadencia de la vida del puerto, en constante sinergia con el bicho de la sopa china. A medida que las contenía, se iba acrecentando la sensación funesta experimentada en la calle anterior. Avisaba una latente persecución. Temía remotamente que en la próxima esquina regresara de golpe a un plano distinto, solo por el miedo a no enfrentar lo advenedizo del espacio que se iba abriendo ante mis huellas. Pero ¿a quién debía temer? Pese a mi soledad, tenía pendiente el encuentro con aquella joven virtual. Su imagen en la memoria hacía que cada brisa nocturna, pese a congelarme, acariciara el corazón, lo cubriera de pronto de ambrosía, pese a estar deshecho, por ya no quiero recordar qué.

Seguí porfiadamente el camino por el que estaba transitando. Allí se hacía más señero el cruce hacia la próxima calle. Los ambulantes que solían ponerse a vender sus chucherías se habían ido, y solo cubrían el desolado lugar los cachureos donde solían colocarse los estantes de libros. La lectura parecía que hubiera regresado en el tiempo y adquiría en el ambiente un carácter metafísico, colindante con la bruma cada vez más espesa y fría. Caminé hasta dar con la sombra de un perro, al cual seguí como si se tratase de un guía improvisado, de un cancerbero del exilio, solo por el ánimo de perseverar en el merodeo a lo largo de estas calles tan íntimas pero, a la vez, dolorosamente hostiles. No había nada a mí alrededor que avisara una persecución, todavía. Los transeúntes, cada vez menos, seguían su rumbo. Conforme el perro tomaba desvíos erráticos, crecía el abandono del espacio y avisaba el sentimiento de persecución tal cual una marea negra a punto de chocar contra mis orillas.

Al perder de vista al perro, este me llevó a una plaza frente a un edificio que era el de la municipalidad. No creí reconocerlo, porque en donde estaba aquella plaza había antes uno de arquitectura alemana, soberbio y elegante, ensombrecido por la brutal hinchazón del tiempo roto. Cavilé sobre la desaparición de las cosas imaginadas y vividas, a medida que el camino de la ciudad se hacía cada vez más denso. Sin embargo, había algo en aquella densidad que me mantenía en un estado de tranquilo estupor. ¿Era tanta la perplejidad que estaba perdiendo la capacidad de conmoverme? No importaba. Solo seguí avanzando, en busca del cruce que me llevaría hacia mi destino. Quería volver desde donde había venido, pero el propio paso del tiempo parecía conspirar para empujarte hacia adelante, aunque no supiera exactamente con qué me encontraría.

El tiempo seguía hinchándose, a medida que mis pasos cobraban espacio. La ciudad que había estado visitando, aquella ciudad de una época enterrada, repleta de locura jovial, difuminaba poco a poco sus contornos, aunque permanecía ahí, abriéndome camino para poder continuar el merodeo. Seguí entonces, porfiado, por esa ruta incierta y divisé la próxima esquina. Mi corazón comenzó a agitarse. ¿Era señal de que estaba llegando a mi destino, al final del merodeo? No pude saberlo en ese preciso instante, solo continué y crucé la calle. Misteriosamente, me encontraba de vuelta en aquel sector repleto de ausencia, donde solían colocarse los libreros.

Tras cruzar aquel recóndito sitio de lectura a la intemperie, me invadió una horrible corazonada. La sensación de que alguien me encontraría. Alguien devenido del tiempo, perdido en los anaqueles de mi memoria. Algo en el ambiente comenzaba a avisarlo. Recordé, de inmediato, la luz roja cruzada en la calle anterior, al no existir vehículo que cruzara a esas altas horas de la noche, la moneda que a un transeúnte seguramente se le había caído encima de la acera repleta de rastros humanos, y esa mirada venenosa, esa mirada que una mujer al paso me atisbó, en una fracción de segundos, cuando pasé por su lado. Desde el instante de ese cruce, comprendí que la conspiración era real y adquiría cuerpo no solo en mi corazón, sino que también en la completa narrativa del tiempo.

Aun con aquella mirada penetrando dentro de mí preferí seguir andando, forzando al olvido a enterrar los recuerdos de aquella mujer que, como esfinge, no paraba de aparecer. Llegué hasta una tienda cercana al paradero donde pasaba la locomoción colectiva, para comprar algo caliente y espantar el frío satánico que empezaba a surgir, pero, en ese mismo momento, me di vuelta y la vi a ella, acercarse. Vino a mi mente una batería de recuerdos fugaces, agridulces, corriendo y entrelazándose unos con otros, recuerdos que cubrían el mismo espacio, los mismos rincones, las mismas orillas de aquella ciudad que, alguna vez, fue testigo de nuestra extinta complicidad. Y caí de golpe contra el pavimento. Mi rostro se estrelló, sin palabras, porque la acera, la calle, la ciudad se había vuelto la zona muda del sacrificio. Había escrito sobre la tormenta perfecta y finalmente se produjo. Había dicho que las intenciones y móviles serían revelados, impulsados por el avasallante devenir de los acontecimientos del mundo, y ahí me tenían, mudo, paralizado, en el ojo de un huracán emocional. Mi cabeza retumbó como nunca. Apenas escuché los gritos y los sollozos, sin antes advertir el fuego del ritual muy bien inflamado en la memoria. Mirada. Azote. Ruido. Siempre lo supe: aquel golpe, aquel golpe en aquel tiempo y en dicha calle estaba destinado. Su violencia era el destino mismo, manifiesto.

Arturo Prat y el Código del Bushido, en tiempos de globalismo

"La forma en que se retrata a Prat, nos plasma las siete virtudes del Bushido en un hombre real y contemporáneo. De esta manera, no me cabe duda de que para los marinos japoneses, el acto de combate en condiciones de adversidad y el no arriar la bandera ante el enemigo, llegando incluso a un acto valor evidente como el abordaje, hacen que el Capitán Prat sea la imagen de un samurái icónico, moderno y occidental que debe ser homenajeado. Más aun, cuando los valores que nos muestra son los mismo que necesitamos en estos momentos difíciles para el mundo."