lunes, 21 de noviembre de 2022

Un alumno autista me escribió al correo. Lo hizo para excusarse por la calidad del trabajo que tenía que hacer: "Perdone por el trabajo tan horrible, pero la vida es dura para algunos", señaló. Es la primera vez que me lo hace saber. "Definitivamente, no soy uno de ellos", remató en su mensaje. El chico siempre se sienta a un costado de la mesa del profesor y no habla con nadie. En cierta forma, su excusa podría leerse como una reflexión existencial e incluso como una declaración de principios. En ese momento, se me vino a la memoria el tema Jeremy de Pearl Jam. "Jeremy habló en clases hoy en día", no paraba de repetirme ese estribillo después de leer al cabro, pero sabía que él jamás hablaría en clases y no se iba a matar frente al curso. Este otro "Jeremy" únicamente compartía, con el de la canción, su espíritu sufriente y cuestionador, expresado a través de la escritura, equivalente al estribillo. Definitivamente, no era uno de ellos. Él pedía, a gritos, ser él mismo.
Porque soy terriblemente autorreferente y de puro tincado, deseando que todo acabe, publico dos poemas que pretenden formar parte de un próximo hipotético poemario, que ya no se llamará "Lobotomía", sino que "Ripio y soledad":


Conciencia


Qué frío hace aquí dentro,
aunque todo permanezca cerrado.
Qué fría es la soledad y qué seco
el sonido de la voz
contra las paredes abandonadas.
La humedad dibuja ahora una silueta
en el espacio de la desaparición.
Me curo del mundo por dentro
Con alcohol desinfecto
las podridas heridas.
No me comprendo, no me escucho
no dejo de envenenarme
con el licor de tu hiel.
Bajo esta consciencia recién emplazada
abro agujeros para drenar
la supurante memoria,
porque ya no salgo,
porque ya no vuelvo,
estoy reformando el corazón.
Vago eremita en este claustro
con la contemplativa meditación
sobre el derrumbe del pasado
simplemente, porque no supe pensar
ni supe sentir, ni supe pedirle al tiempo
lo que estabas esperando,
porque lamentarse se ha vuelto inútil
porque escribir ya no me vale
para escapar de la lápida del olvido
para escarbar un lapidario testimonio.
Hay días en que todo permanece quieto,
hay otros en que todo sigue en su sitio,
pero aquí adentro se sigue dibujando
el espacio de la desaparición.
Me pliego entre los rincones de ese espacio,
tanteando lo que no fue,
lo que no pudo ser,
lo que pudo haber sido,
tres verdugos que velan mis noches.
Afuera, el tiempo continúa su virulencia,
aullando una maldición,
una condena anticipada,
el espacio que ahora me falta,
el tiempo que ahora me sobra,
y que cada día se hace más estrecho,
hasta que no quede otra cosa
que velar tu imagen frente al espejo
y habitar en la desesperación.




Volcán


Puro fuego decías sentir
jurando consumir con eso mis entrañas
envolver con ese manto de luz mi alma impía
pero tu pretendida pureza acabó cediendo al polvo.
No cabía allí otra religiosidad que la de nuestro sexo
por eso interpretabas mi devoción a tus formas
como un impostado confesionario,
una eucaristía adeudada y sublimada en el pecado.
Subsumías con ese fuego mi herejía,
pretendías que viera en tus tiernos relieves el busto de Dios
para lograr la conversión definitiva
y volver nuestra sangre el sacrificio,
pero todo lo que restó de aquella ceremonia
fue consumido por su propio desengaño
saturado por el agnosticismo del corazón
por la apostasía que acabó relegándome del templo
y profanando nuestra presencia.
Yo, ángel caído
tú, Judith,
profusa, completamente radiante en su temeridad,
cegado por tu ambigua presencia
sigo cayendo
porque continúas en la memoria cual magma
que palpita luego de haber sido expulsado
de la manera más ígnea y destructiva.
“Luz se vuelve cuanto toco
Y carbón cuanto abandono:
Llama soy sin duda alguna”
Rezaba Nietzsche en su Ecce Homo
y así este volcán que persiste en su erupción
(la metáfora extraviada de aquella pasión incendiaria)
continuará conspirando durante las noches
mortalmente claras,
sofocándonos
avasallando el espacio
donde solíamos saborear la carne del abismo,
al borde de la cama a punto de quemarse
callando deliberadamente y a espaldas del sacramento,
cada una de nuestras virtudes
para luego desaparecer, sobrepasados,
demasiado corroídos para salvaguardar las bendiciones
y sortear el cálculo milenario de la creación.