sábado, 21 de noviembre de 2015


La confesión de un alumno el otro día. Pidiéndome ayuda para escribirle una carta a una amada anónima. Decía: "No quiero escribir la mejor carta del mundo. Solo quiero que me lea y lo sepa". Esa confesión a pesar de sonar demasiado tópica o cliché, resulta algo inesperado entre tanta relación de protocolo, entre tanta mentira profesional, tanta hipocresía.Es la confesión del que no sabe mucho pero siente demasiado. Algo íntimo por auténtico. Todos hemos tenido alguna vez esa necesidad, esa ráfaga del interior que barre con el orgullo y nos dice que todavía hay un mundo allá afuera exigiendo de nosotros algo más que pura razón y utilidad. Aquello inexpresable pero que solo se sabe que está ahí, latiendo, algo más o menos así es el temprano sentimiento del amor. Debo ser honesto: Nunca he sido muy bueno en este tema. A lo sumo un par de aventuras, intensas pero intrascendentes. No tengo la experiencia suficiente para aconsejarlo correctamente. Solo el añadido moral de mi rol educativo, siempre superficial. Quizá lo único en que puedo ayudarle, aunque sea remotamente: la palabra. El único reducto de voluntad, que tampoco garantiza la satisfacción del deseo, pero que al fin y al cabo es lo único, precario por abundante, con lo que se cuenta a la hora de la verdad. Pienso inmediatamente en aquellas cartas entre Miller y Anais Nin, marcadas por cierta pasión erótica, o las de Kafka a Milena, con el estigma de la distancia y la incomprensión. Muy distintas pero llenas de una tinta, de un fluido similar, el fluido de lo inexpresable pero sensible. Uno no sabe lo que siente el joven frente tuyo, solo te ve como un referente, como alguien que se supone puede servirle más allá del mero plan curricular, también si se quiere como un aval de sus sentimientos. Verse reflejado en ese deseo sin efecto, en esa incapacidad de comunicarse a pesar de estar lleno de algo por expresar, es impagable, es toda la educación, a pesar de que quizá la amada no responda su carta, a pesar de que quizá ese hecho no le ayudará a formar un compromiso y tener cierta idea vaga del futuro. Solo por ese reflejo se vuelve a casa, sereno, (que no realizado) aunque todo lo referente al corazón suene todavía tan complejo.
Hace poco se habló de la visita de Bruce Dickinson a Chile por motivo de una charla sobre tecnología. El empresario y piloto comercial que antaño cantaba sobre el número de la bestia. El rock tiene mucho de eso, de ambición, de megalomanía pero también de impostura, de aniquilación. Unos toman el viejo camino dionisiaco, se revientan y dejan un bonito cadáver. Otros hacen de eso un imperio y una institución. Como sea, el sonido vibra igual de eléctrico. Solo espero que para la sesión de Heavy Metal de hoy mencionen a William Burroughs. Aparte del camino empresarial del rock, el camino psiconauta, el camino de la vanguardia...