lunes, 18 de abril de 2016

La charla

Había acabado la charla. Los invitados y comensales se levantaron de sus asientos. Fueron de inmediato al fondo del salón donde había un estante lleno de libros. No sabía si estaban a la venta. Intuí que no eran gratuitos. Eran ediciones relucientes, aunque algo plásticas, distintas a aquel empastado característico de las ediciones de los setenta, como las de Otros Mundos de Plaza y Janes. Una joven, al parecer integrante del curso, de chaleco verde, me convidó un par de galletas y un vaso de jugo. Me explicaba respecto a la naturaleza del curso, y la posibilidad de participar en él, dentro de dos semanas en una nueva charla. Asentí y siguió su camino, sonriente, segura de su conocimiento. Contenta de capturar a un nuevo interesado. Entretanto, una señora se aproxima y luego de una larga conversación respecto a su convicción espiritual y sus avatares personales, acaba discutiendo -junto a un amigo- sobre Humberto Maturana y su concepto del dialogo y la autopoiesis. Decía conocerlo personalmente, y por eso mismo señalaba que a ratos se adjudicaba tales conceptos como suyos, declarando incluso cierta auto imagen contradictoria con los principios humanistas que dice defender. La señora se refirió a un tal Rafael Echeverría para contextualizar el asunto. La acusación venía dada, supuestamente, porque Maturana decía "no tener nada que ver con el coaching practicado por Echeverría". Que caía en la lógica de la manipulación. En un negocio disfrazado de dialogo. Un ardid de superación interpersonal. Fue lo que más recordé de su dilatada conversación. Incluso después de que acabara refiriéndose a la calidad de la gente con la que trabajaba. "Un grupo muy humano de gente". Esa frase quedó plasmada en el imaginario. "Un grupo muy humano de gente". Hay algo en esa frase que guarda un misterio, a pesar de sonar corriente. El adjetivo humano parece que tenía ahí un sentido paradójico, o, por el contrario, redundante.

Después de eso, me volteo hacia el lado de los libros a ver si algo logra convencerme, mientras bebo el último sorbo del jugo ofrecido por la chica de verde. En eso se aparece una mujer, también aproximándose a los libros. Le comenta a un sujeto contiguo, también miembro del curso, que acaba de ver una luz extraña emanando justo sobre la superficie de algunos libros, en específico los de la esquina, aquella colección nueva que más al principio alcancé a atisbar después de la charla. Su preocupación por aquella luz se hacía notar. Pero no parecía agitada, sino que obnubilada por un fenómeno a su juicio extraño. El sujeto solo parecía escucharla. Intentaba entender la importancia de la luz mencionada por la mujer, pero entretanto observaba el resto de los libros que estaban a su lado. Tratando de buscar un motivo lógico, entremedio de ambos, señalé que a lo mejor aquella luz fue simplemente producto de la iluminación tenue del lugar o de una ilusión óptica. Ella sin embargo insistía en que esa luz significaba algo, que no por nada salió de esos libros, y en un momento específico de la reunión. El tipo al no entender las razones de la mujer se fue retirando sutilmente. La mujer decía ser solamente simpatizante del grupo. No era integrante, como el resto. La luz que dijo haber visto fue demasiado fugaz para ser entendida. Trataba de entender su no entendimiento de esa luz. Haciendo un alto a su impresión, me dijo que era psicoterapeuta. Que estaba en Valparaíso, según su testimonio, para rehacer su vida luego de un quiebre amoroso. Al parecer trataba de asociar aquella luz a alguna señal psicológica. Veía en esa luz quizá una luz sobre una nueva vida después del infierno del amor. Le dije que posiblemente signifique que aquellos libros sean la respuesta. Mejor dicho, aquella colección de libros nuevos sobre el estante desde el cual emanó su famosa luz. La invité a echar un vistazo a esos libros. Fui directamente donde un libro que hablaba de la Gnosis primordial. Estaba sellado. Su diseño era minimalista. Pero en la portada aparecía el símbolo de una rosa. Una rosa bastante distinta a las demás. Una rosa en forma de fractal. Me preguntó si acaso había leído alguna vez en la vida algo respecto a la Gnosis. Le dije que prácticamente nada. Solo conocía el término desde su acepción griega. Y además, el conocimiento vago sobre cierto grupo llamado "Gnosis", con fama de sectario. La mujer ya parecía menos perturbada por la luz, luego de haberse desahogado. El hecho de dar con ese libro, con esa edición única, al parecer la tranquilizó. Ni siquiera lo había leído, y ya parecía haberse contentado con su descubrimiento. Sin conocerla demasiado, concibo en ella el síndrome del lector. Esa satisfacción de hallar un libro importante como si se tratase de un alma gemela, o, en su defecto, de un amante entusiasta. Su satisfacción era algo completamente inaudito pero hasta cierto punto comprensible. Antes de retirarse, la mujer me regaló su tarjeta de presentación. La conservo todavía, subrayada. Tacho la palabra "alma" como lo haría Juan Luiz Martinez sobre su nombre. En aquel hallazgo pareciera que las piezas de su puzzle interior hubieran encajado de alguna forma. Y la escurridiza luz de la verdad, al fondo del salón, se hubiese arrojado repentinamente para iluminar ese encuentro. El encuentro de la mujer con su literatura secreta y su corazón sublimado. Y mi encuentro, completamente intransferible e incorregible, con la felicidad ajena.