miércoles, 16 de noviembre de 2022

Reseña de poesía: In finitos (2022) de Luz Blanco

"El poeta y el filósofo se asemejan en que ambos tienen que habérselas con lo maravilloso". Santo Tomás de Aquino

¿Qué es lo maravilloso? ¿Acaso el encuentro con lo sublime por elevado? ¿O aquello que provoca asombro por su carácter inefable? Una posible respuesta podría encontrarse desde una relectura del asombro definido por Aristóteles como un estado previo al filosofar. Si hablamos del asombro como una consecuencia de la percepción humana ante un evento inesperado y todavía incomprensible, entonces en dicho asombro también es posible concebir el impulso de la capacidad poiética, la capacidad creativa del poder de la palabra para expresar aquello que estaba vetado a lo racional, pero que se manifiesta mediante un lenguaje intuitivo, metafórico, simbólico.

Sin duda, hay en la palabra poética un pathos inherente, una conmoción imaginativa ante el derroche de la vida. Y es la búsqueda de la palabra poética aquella que apunta a recrear la vida y, con todo, delinear un camino hacia una remota imagen de lo universal. En cierta medida, invocar una verdad que está más allá de lo evidente, de lo que se deja, simplemente, percibir mediante nuestros humanos sentidos.

En el poemario de Luz Blanco, “In finitos” está patente ese ánimo de lo asombroso y ese derrotero de lo poético en consonancia con lo trascendente. La mirada filosófica de la hablante se deja expresar en forma de imagen y de ritmo, al hablar del pensamiento y de la libertad, como se puede apreciar en el poema Improvisamos: “¿Cuándo lograré entonar una letra con su entidad?”. Si bien hay una “sed de infinito” en sus palabras, también está presente el cuestionamiento sobre el propio ser y la limitación del saber humano, que redunda en el cuestionamiento al alcance del lenguaje.

La experiencia del ocaso en Cuenta regresiva manifiesta la disolución del cuerpo, la cual es seña de la mortalidad empírica y la subjetividad emocional: “Se me pudre el cuerpo/como la promesa que me hiciste”. Así, se entiende que el cuerpo muere porque también lo hace el sentir, pero el espíritu es aquello que permanece y que debe ser liberado: “Ya quisiera ser solo espíritu: unirme con el celeste”. Esta constante entre cuerpo y espíritu, o entre la dimensión mortal y la dimensión trascendente, se vuelve uno de los leitmotiv recurrentes de la hablante, en constante rima con la visión gnóstica del mundo sensible como La cárcel, de la cual la esencia humana intenta escapar para “religar” con el origen.

Por eso, es preciso descender al centro de la tierra e ir al encuentro con los muertos como en Un día sin pájaros. Hay que experimentar el vacío para poder integrarse con el todo. De esa forma, se conjura el significado del día y la mañana, la aurora del amanecer. La hablante reconoce en la aurora un nuevo comienzo, la luz de lo ideal, el resplandor de la trascendencia divina, en un símil perfecto de la salida de la caverna platónica. Sin embargo, la salida nunca es fácil, porque la dualidad del ser terrenal aún pugna por mantener la consciencia sometida. Entonces, viene la resistencia, el miedo a enceguecerse con la luz: “con mis ojos/avergonzados del sol naciente” (Canto de la mañana).

El camino del iniciado está repleto de pruebas. El despertar nunca es definitivo. Eso lo saben todos los maestros de las grandes religiones. Se precisa de un sacrificio, de una voluntad personalísima puesta al servicio de algo más grande que el ego. No se trata de perder la personalidad, se trata de conducirla hacia su perfección y hacia su conjugación con lo absoluto, con lo “infinito”. Es en este camino a lo infinito que la hablante no teme expresar poéticamente la conmoción del ser y, con él, las vacilaciones del lenguaje. Para ella, como manifiesta en Melodía amordazada: “Está hecha mi mente toda niebla”.

Nadie conoce o desea la verdad. Es esta inquietud la que se deja entrever también en la hablante cuando señala en su poema Verdad: “es que no te conoceremos/como no podemos conocernos”. El hombre contemporáneo, escéptico de los absolutos, envuelto de la caída de los metarrelatos, abomina de todo aquello que ofrezca certidumbre, pero en su fuero interno también arde una llama de eternidad, porque siente en su propia carne la zozobra de la finitud.

Una existencia sin verdad conduce a la desorientación, a la falta de sentido, a la perplejidad, a la experiencia de la finitud. Hay quienes, como los poetas románticos o los poetas infrarrealistas, hacen de aquella experiencia su poética, su “navegar sin timón y en el delirio”. Frente a esta búsqueda, se encuentra también la constatación de la decadencia, la pérdida progresiva de los valores, la añoranza de lo eterno, la reintegración con el tiempo mítico. Son estos lineamientos los que esbozan la poética de In finitos.

En In finitos, el viaje de la hablante, su estero claroscuro es una procesión espiritual, un autodescubrimiento preñado de sacrificio al encuentro con el principio divino. El dolor, el sufrimiento, la sensibilidad que impregna ese camino solo confirman la sacralidad del viaje. Para la hablante, la poesía se vuelve el lenguaje místico a través del cual puede expresar su más íntimo ser y, a su vez, conciliar su experiencia mortal con el éxtasis espiritual. Es sabido que el Verbo es originario; la poiesis, la creación. La palabra, entonces, es la llave para la comprensión de uno y de todo, aunque el silencio también encierra su propia verdad, como se señala en El declive de la aurora: “callaría al fin toda voz y todo nombre”.

Es la mudez también otro aspecto del lenguaje, así como la oscuridad otro aspecto del ser. En In finitos se da espacio para representar lo oculto, lo dionisiaco, el rito de la naturaleza, la tragedia, la comunión con lo primigenio. La hablante celebra la vida en Bosques sacros con claras alusiones al Dios Pan, el dios de la fertilidad y la embriaguez. Tras la fiesta vital, viene el ascenso hacia lo sublime. Este se representa en el ascenso a la cordillera de Los Andes, manifestación geográfica de la grandeza. Se aprecia en In finitos ese misticismo con la tierra, esa alusión a una patria sagrada, que remite de inmediato a la “Aurora de Chile”, símbolo de la independencia de nuestro país.

Una vez conseguida la elevación, la hablante vuelve al mundo. Luego del rito, el viaje, viene la iluminación, el reencuentro con el Cristo, en todo su amor y plenitud. Consagrada la vida y la experiencia, se consigue la comunión con lo divino, en el interior, en forma de esencia indivisible: “volveré a llamarte para encontrarnos/así como me llaman/los tesoros ocultos de su altar”. (Paseo por la avenida). De ese modo, la hablante está lista para la Vida contemplativa, el estadio de serenidad del ser, la paz anhelada, la luz, la meditación del mundo interior, el reencuentro con la esencia, y dejará que “la aurora cante”, una y otra vez, en el horizonte de su profundidad.

Una propuesta poética como la de In finitos invita al lector a iniciarse en otra dimensión de la vida, una más íntima y espiritual. Invita a revivir, tras cada voz y cada metáfora, la experiencia mística a través de la poiesis de la palabra, misticismo tan necesario, frente a las categorías disolventes de nuestra era posmoderna. En este libro usted no encontrará malabares inclusivos ni disputas ideológicas; hallará búsqueda, intensidad, revelación, verdad.

Si un conflicto se vuelve insostenible y carente de solución, siempre está la posibilidad de volverlo literatura.

Nocturna (Poema)

A cierta hora, entrada la noche,
solo restan los golpes y las llagas,
Y los versos que nunca te escribí
esparcidos como sangre en el pavimento.