jueves, 18 de mayo de 2017

John Maxwell Coetzee y la autoayuda a la inversa: "En realidad, no iría a terapia ni en sueños. La meta de la terapia es hacerte feliz. La gente feliz no es interesante. Mejor aceptar la carga de infelicidad e intentar transformarla en algo que valga la pena, poesía, música o pintura".
Según un estudio forense de Detroit publicado por TVN, Chris Cornell se habría suicidado por ahorcamiento. Un colega en la mañana había dicho que su muerte fue de seguro por sobredosis, como la de la mayoría de las estrellas de rock. Sin embargo, la forma del suicidio nos deja con una gran incógnita. Layne Staley murió por la heroína. Scott Weiland por un cóctel de coca y alcohol. Cobain se supone que moría luego de haberse pegado un tunazo en la cabeza, pero en torno a eso todavía no hay nada claro. Inclusive hay una teoría sobre su supuesto asesinato. Entonces, Cornell vendría siendo el primero de la camada de Seattle que realmente, y con todas sus letras, se suicidó (sin el efecto directo de las drogas). No por nada la prensa y la literatura ha llamado al sonido de esta camada de músicos, el sonido de la "generación maldita". Hay una frase de Albert Camus muy ad hoc a este dilema musical que dice: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Así, se podría decir lo mismo sobre la historia del "sonido de Seattle". "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio para el rock: el suicidio".

Un agujero negro en el Sol de la música

Al llegar al instituto en la mañana, luego de enterarme de la partida de Chris Cornell, el cielo nublado, variando a despejado. El advenimiento de una tímida luz luego del temporal de anoche. En la oficina, mientras tanto, la secretaria me preguntaba cómo había pasado la lluvia. Le decía que al menos había sobrevivido. En eso me volvía a preguntar, esta vez qué música quería escuchar. Venía dispuesta a colocar música en todo el instituto antes de comenzar la jornada. No le contesté nada. Solo le pedí que me facilitara el sistema de sonido y el computador. Entonces busqué un playlist de Soundgarden que comenzaba con Black Hole Sun, (y seguía luego con Spoonman y un tema del Blow up the Outside World). La secretaria de inmediato manifestó gustarle aquella canción, cosa que me sorprendió gratamente. Señalaba que su hijo también escuchaba rock. No sabía qué bandas precisamente, pero decía que ese hit de los chicos de Seattle era una de las canciones que solían pegar en la casa, cada vez que su hijo volvía de clases y se hallaba solo, como un pequeño rito para exorcizar la rutina escolar. En eso, mientras sonaba el solo de Kim Thayil en todo el instituto a medida que los cabros subían a las salas, llegó el director. De entrada dijo que la secretaria al parecer había cambiado el estilo musical. Ella le dijo que esta vez yo había “hecho de DJ”. Se sorprendió, sobre todo porque también vacilaba la canción. El director no era un lego en el tema. Se refirió de inmediato al característico efecto de la voz de Cornell. Lo que no sabía, sin embargo, era que sonaba Black Hole Sun en todo el instituto a modo de oración rockera en su memoria. La cara del director se descompuso de inmediato. La secretaria miraba, pálida, el surrealista video. El instituto se volvió de ese modo una auténtica misa fúnebre al ritmo de guitarras elegiacas. Muchos de los cabros desconocían el sonido. Solo uno de ellos tarareaba el tema mientras miraba afuera de la ventana, hacia el cielo abriéndose casi como en el video de la canción. En cierta medida, volvía a revivir una de mis mejores experiencias de la adolescencia: haber intentado remecer la escuela con el sonido de alguna banda de rock. Solo que ahora esa intervención, en calidad de profesor, tenía un tono melancólico. La radio escolar permanecía en nuestro imaginario, sonando, jugando a cambiar el mundo, nuestra vida, pero volvía, ya de grande, ahora solo para conmemorar la muerte. La caída de una voz. Con esa caída se abre finalmente un agujero negro en el Sol de la música. Nos lleva irremediablemente hacia su vórtice, hacia un jardín de sonido, absorbiendo nuestro pasado, aquellas tardes después de la escuela en que todo se resumía en escuchar el Superunknown de 1994 con el clásico equipo de música y tratar de bajar los primeros discos, de tal forma que nuestras noches, solos en casa, sonasen más fuertes que el propio sentimiento incipiente del amor. Reitero: Con esa caída se abre un agujero negro en el Sol de la música. Todos los que hemos escuchado a Soundgarden y toda la oleada grunge saben de lo que estoy hablando. Todos, sin duda, hemos sido arrastrados. Malditos, pero de cierta forma, dichosos, sin esperanza de volver.