viernes, 24 de noviembre de 2017

Sobre un concierto de Ítalo Olivares

Hacía tiempo no entraba a la Iglesia de los Sagrados Corazones. La última ida de la que tengo recuerdo era para conmemorar la trágica muerte de mi bisabuela. La fastuosidad sombría del interior evocaba, más que una fe irrestricta, un cierto espíritu contemplativo que no había advertido, de estupor ante las artísticas formas espirituales, todo eso sumado a la presentación del concertista Ítalo Olivares Cañete, quien ayer mostró un concierto de órgano interpretando la obra de J Brahmns, a raíz de su aniversario número 200, y también algunas piezas de Bach, la Fuga y los Preludios, junto con algo de Verdi y su Postludio. El concierto se dio de una forma invertida. No era el típico concierto de música popular en donde la experiencia musical se vive manera frontal y en cierta medida horizontal frente a frente al artista y la ejecución de su pieza, sino que Olivares se hallaba en la tarima de un segundo piso, justo sobre la entrada, lugar en que estaba ubicado ese majestuoso órgano venido de otra época, una época mucho más orgánicamente barroca. A medida que la sesión se desarrollaba, la gente debía visualizar en un proyector la ejecución del maestro. El proyector ocupaba el sitio en donde los curas habitualmente introducían las misas. Y ese era el motivo por el cual la experiencia se hacía profana a pesar de su fondo. Con una amiga nos fijábamos en el detalle audiovisual. Cuando Olivares desplegaba sus preludios, la imagen se iba diluyendo de manera abrupta hasta cortarse automáticamente con la vibración del sonido, la acústica musical retumbando en toda la iglesia volviéndola un puro gran eco sublime. ¿No habrá sido que la imagen cedía ante la inmensidad de ese sonido de órgano, para que la vista cediese a su vez a la ensoñación auditiva? ¿No era esa una suerte de rezo e introspección en clave secular? Esas eran las preguntas que brotaban de todo ese mantra. Aquel exterior en el que se podía distinguir todavía el ruido de la reparación de la iglesia, y el tráfico consuetudinario de sus alrededores, se hacía mudo de un instante a otro, para dar lugar a la atmósfera de las notas bailando su propio ritmo grandilocuente. El hecho de que el maestro desapareciese por un momento, no dejándose ver en aquel video proyector, le imprimía además el anonimato necesario para el protagonismo de la música. Se volvía nada más que el médium para su "experiencia religiosa". Era descolocar la idea de la divinidad. Dejar de lado su presencia metafísica para invocarla esta vez en la forma y la sustancia de aquel órgano parlante. Por un solo momento, dentro de la iglesia, la audiencia pasó de ser feligrés del rito cristiano a ser adepta al sonido sagrado del órgano, allá arriba en las gradas, como emulando la altura de lo que se elevaba por sobre sus límites. El aplauso al final de nuestro show era unánime. Y la figura de Olivares asomándose en aquel balcón como una suerte de santo del órgano, daba cuenta de la catársis colectiva. Olivares sabía que su programa era para honrar en el fondo la memoria de la Santa Patrona de los músicos, pero su público sabía que ese recogimiento melómano respondía a otro orden de la devoción. Ya no la genuflexia dogmática del rito eclesiástico, sino que la solemnidad hasta cierto punto apolínea de cada una de las piezas. La gente misma no lo declaraba, pero así lo hacía sentir. La música había devenido una especie de Dios. Olivares su enviado. Y nosotros sus profesos testigos y espectadores. Como hubiese dicho Cioran, respecto a Bach: "Sin la música, la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada perentoria. Sin la música yo sería un perfecto nihilista".