sábado, 28 de noviembre de 2020

Ida al cementerio para visitar la tumba de mi primo. Esta segunda visita fue acompañada de mi madre y de mi tía. La primera fue antes de la cuarentena, con un amigo, el misántropo. Aquella vez regamos las flores en la tumba y nos sentamos a recordar los tiempos de la escuela, dilucidando cuán frágil puede ser la vida y cuán miserable resulta todo, porque, a fin de cuentas, solo unos pocos quedan contigo, reviviéndote en la memoria. En esta ocasión, mi madre y mi tía se dedicaron a desmalezar la tumba que ya parecía “un bosque”. Las ayudé a echar a un lado la maleza mientras ellas la cortaban con un cuchillo. Criticaron que ese crecimiento de la maleza sobre muchas de las tumbas demostraba la falta de preocupación y la indolencia de los funcionarios municipales durante todo el período de cuarentena. Una vez despejada la tumba de mi primo, mi madre procedió a dejar flores nuevas en los maceteros. Mi tía esparció agua sobre la tumba para refrescarla. Esta agua se filtraba lentamente a través de la tierra. Cuando mi madre dejó un recordatorio con la polera del Wanderers a un costado de la cruz, comenzaron a hablar con mi tía, respecto a lo que fue o a lo que pudo haber sido el destino de mi primo. Igualmente, me tomé un tiempo para hablar en torno a cómo creía que habían sucedido las cosas en su vida. Aunque, para ellas, a fin de cuentas, eso ya no importaba, porque no había vuelta atrás, y nada ni nadie lo traería de regreso. Lo que realmente importaba, dolores y teorías aparte, era honrar su memoria. Así, al despedirlo, cada uno puso una mano sobre la cruz en la cual estaba inscrito el nombre y comenzó a desearle un buen viaje. Conforme eso pasaba, el agua que había dejado mi tía sobre la tumba no dejaba de escurrirse por el ducto hacia la tierra del cementerio, figurando el ciclo de la vida eterna. Mi madre y mi tía le deseaban un buen viaje a mi primo. Y ese viaje no era otro que el del agua humedeciendo la tierra bajo el Sol, tierra fértil a pesar de las penas y los lamentos.