martes, 8 de septiembre de 2015



Una vez temprano por la mañana, en una clase sobre medios y discurso expositivo, un alumno dijo mientras se disponía a sacar su celular del bolsillo: "Profesor ¿Nos ayuda la tecnología a escribir mejor?". Le expliqué lo típico asociado al curriculum: que depende del uso que se le dé a la herramienta. Lo común, lo que se espera del manejo de las TICs de parte de un profesor criado en la cápsula de la metodología y el funcionalismo. Sin embargo, su pregunta no apuntaba solo hacia la utilidad servil de la escritura. No veía en la tecnología solamente un medio, sino que propiamente un nicho, una forma de sentir. En ese caso, la pregunta sobre escribir mejor no es una cuestión de ortografía, redacción, gramática, incluso comunicación. Es una cuestión de carácter, de visión. El alumno quizá involuntariamente apelaba a la posibilidad de una nueva forma de escritura a partir del dispositivo tecnológico. Una literatura basada en la digresión y la postergación. Pensaba en textos concebidos únicamente mediante el tecleo y la pantalla, como si con eso se superara el uso de la muñeca y el papel. Si acaso esa diferencia en el medio y el soporte no podría llegar a ser una revolución estética y política. Sin embargo, no se contempla que la tecnología, como todo en la vida, pueda acabar. Que no alcance para todos y no todos sepan usarla. Que el libro y el papel de por sí ya son un artefacto. Que la palabra no quepa en una amalgama de datos. Que el elemento creador desconozca de algoritmos. Que incluso si se escribe en un iphone o con la pura sangre persistan los temas de siempre. Lo que no quita que si eventualmente el mundo se acaba, el último texto pueda encontrarse en una hoja de papel o en un archivo digital. Fuera de lugar, fuera de tiempo, completamente anónimo, desconocido y por eso mismo inmortal.