jueves, 6 de junio de 2019

Nunca creí que iba a pasar. Hoy tuve que ir urgente al baño en plena clase, corriendo el riesgo de sufrir in situ una descompensación estomacal que derivara inevitablemente en una diarrea. Mientras ajustaba algunos vistos de asistencia, me retorcía las piernas tratando de aguantar, hasta hallar el momento oportuno de salir cascando. Ningún cabro pareció darse cuenta del gesto técnico; o, al menos, eso parecía. Entonces fue cuando les dije que volvía pronto, que me esperasen cinco minutos. "Vaya no más, profe, con confianza", decía uno de ellos, el de más adelante. Por su gesto en el rostro tal vez intuía de qué se trataba, o solo lo dijo impulsado por la posibilidad de una clase sin profesor, que durase al menos esos eternos cinco minutos. Así desaparecí y fui directo al baño donde me correspondía para evacuar de una buena vez. Ya de vuelta, quizá en menos de cinco minutos, el curso había permanecido tal cual a como quedó antes del impasse digestivo. Se mostraba tan ecuánime que todo el cuadro de mi desesperación inicial solo figuraba como una fútil paranoia autoinducida. Nada. Los cabros seguían en lo suyo, ignorando o puede que olvidando la pequeña ausencia. Abandonar la sala para ir a cagar en plena clase había sido para ellos un hecho irrelevante (bajo otro contexto, seguramente habría devenido en la catástrofe disciplinar). Demasiado imbuidos en su propio rollo, lo habían descartado cual papel higiénico disolviéndose a través del excusado. Efectivamente, la clase seguía siendo la misma después de haber jalado de la cadena. La satisfacción por tal cosa era equiparable al silencio que se escucha luego de llenarse el estanque con la última gota de agua, y los cabros lo demostraban con todo el desparpajo de su imperturbabilidad.