sábado, 29 de abril de 2017

Temor y temblor

I

Al llegar al banco para cobrar el cheque de fin de mes, comenzó a temblar. La señorita frente a mí en la fila se veía que anotaba un estado en su face móvil. Antes del temblor había puesto que no lo había sentido, que últimamente no sentía nada en absoluto, que se sentía "ignorada en ignoralandia" (sic). Luego del movimiento, puso un nuevo estado que decía que ahora sí lo sintió. Se notaba un nerviosismo en su rostro, que, a simple vista, no se manifestaba en palabra alguna. Conforme la fila iba avanzando, la ansiedad aumentaba. Por un lado, la gente más adelante en la fila esperaba con ansia el pago respectivo de su salario; por otro, deseaba que los movimientos acabaran o que, en su defecto, la fila avanzara para evacuar cuanto antes sin mediar ninguna clase de explicación. La señora que estaba a un lado de la cajera en la fila contigua decía querer irse a la casa cuanto antes. Lo hacía manifiesto de manera verbal, como si con eso pudiese conjurar el tiempo necesario para desaparecer del lugar y abstraerse de su miedo. En verdad, el pánico casi siempre venía dado más por la propia gente y su descontrol, que por el efecto real de las réplicas sísmicas. Era la gente y su ansia de salir corriendo, la gente y su manía apocalíptica la que propiciaba que las cosas se salieran de la raya. 

Luego, dos llamadas perdidas y un mensaje. Era la de mi madre, y el whatsapp de un amigo. Madre quería saber lo típico: cómo y dónde estaba. El amigo me preguntaba cómo había estado anoche la lectura. Increíble cómo el movimiento de tierra tiene su efecto también en la comunicación. A fuerza de estrechar las distancias, los temblores guardan también una inusitada fuerza perlocutiva.

Cuando ya debía volver al puerto, fui en busca de unos documentos para en la tarde pegarme el pique a Quillota. En la fotocopiadora, la señora me hacía ver que el alcalde Sharp había suspendido las clases en Valpo como medida preventiva. Seguramente notó la cantidad exorbitante de fotocopias, la premura nerviosa por preparar material pedagógico, solo analogable a la premura de la gente por salir corriendo hacia cualquier parte como si sus sombras fuesen su epicentro. Le hice saber a la señora que, muy a mi pesar, las clases que debía dar eran en Quillota, no en el puerto. Con un extraño humor, la señora decía sentirlo mucho. “No se mueva tanto no más”, aprovechó de decir. Ese último gesto, por gracioso, pero también por descarnado, alcanzaría, más allá del destino del día, una consecuencia fuera de todo pronóstico.

II

Llegada al Preu. Esa vez a tiempo. Se encontraba ella. La misma secretaria que el primer día se tomó la molestia de confirmar mi existencia como profesor en la base de datos. Solo recuerdo el café que se dio la gentileza de servirme, una vez sorteado el impasse de la coordinadora que había olvidado informarle de mi llegada. Fui directo a su recepción. Para romper el hielo no me quedó otra que hablarle sobre los temblores en la Quinta. A medida que la conversación iba tomando forma, dijo algo inesperado, tan inesperado y fuera de la caja como un rumor subterráneo. Dijo que en realidad a ella le hubiese gustado que temblara más. Que, de hecho, le gustaba que temblara. Su respuesta me pilló desprevenido. Un dicho fuera del sentido común, una especie de remezón pero también, a su manera, una suerte de bálsamo, después de una jornada de lógica furibunda. Le pregunté que cómo así, que cómo era posible eso. Su gusto por los temblores. Dijo, sin más: porque “revelaban lo que éramos”. Le dije que se había puesto profunda sin quererlo, hasta filosófica. Enseguida mencionó que no tanto, sino que más bien creyente. Se me vino a la mente de inmediato el libro de Kierkegaard, “Temor y temblor”. En él también se hablaba, en cierta medida, sobre los vericuetos de la fe, sus ondulaciones a veces contradictorias. “El movimiento de la fe se debe hacer constantemente en virtud del absurdo” reza una de sus pasajes. “… aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud, es decir teniendo en cuenta que se está en este mundo”, concluye a modo de apostilla. La secretaria, con su declaración, parecía reflejar casualmente esas palabras de Kierkegaard. Sobre todo cuando explicaba su comentario inicial, notando mi extrañeza al respecto. Mencionaba que los temblores quizá nos ayudaban a “poner los pies sobre la tierra”, a constatar que estamos solo de paso, que los movimientos podían interpretarse como pruebas de nuestra transitoriedad. Pero claro, lo hacía siempre enfocada en señalar que detrás de todo se encontraba aquel agente invisible conocido como Dios, haciéndonos sacudir para doblegar nuestro escepticismo y tentar nuestra suerte.

Después de eso, un silencio incómodo se prolongó un rato. Ante la falta de respuesta a los porqués, de pronto cada quien se vio atosigado de quehaceres. En eso debía regresar a la sala de profesores para buscar las guías de la tarde. La secretaria, por su parte, atendió a un alumno que venía a inscribirse. Una despedida corta, temblorosa, cerraba irreductiblemente ese efímero encuentro. Volvía de ese modo raudo a la sala NN, la sala de clases anual, pensando en la suerte de todos los que viven el absurdo como un movimiento fuera de la máquina, mientras otro par de alumnos en el patio también hablaban, en serio pero con total soltura, sobre su posible reacción ante una catástrofe hipotética dentro de una sala de clases. Absurdo. Expectativa. Temor y temblor.