jueves, 22 de noviembre de 2018

Murió un joven misionero cristiano a flechazos a manos de la tribu de los sentineleses, oriundos de la isla Sentinel, tribu que cuenta con tan solo 150 habitantes viviendo en una especie de autarquía primitiva, alejados totalmente de la civilización occidental y, de hecho, hostiles a ella y a cualquier extraño que ose pisar sus tierras. La condición de la tribu es radical por mantener durante tanto tiempo su naturaleza originaria, contra viento y marea, haciéndole frente a la ola moderna que busca abarcarlo todo a su paso. Lo curioso es que, pese al carácter salvaje de la tribu, esta sigue vigilada por una ONG, la llamada Survival International, denunciando incluso que está terminantemente prohibido acercarse a la isla, por lo que la tragedia del joven misionero era a todas luces un hecho de sangre innecesario que pudo haberse evitado, si hubiesen respetado ese límite impuesto institucionalmente entre la civilización y la barbarie. Es interesante ese juego, merced a la violencia y la coacción; el cómo los límites morales se ponen en tensión al intentar encapsular la noción del otro desde la propia cultura, a modo de mordaza ideológica. El caso de los sentineleses pone en evidencia que la dicotomía civilización/barbarie sigue más viva que nunca, y redunda siempre en una cuestión de perspectiva. Más acá de la isla, y a flechazos, el otro, el extraño, corre el riesgo de ser aniquilado sin consenso alguno, y más allá de ella, un ingenuo representante del monoteísmo pretende, cual idealista que choca con lo implacable de la naturaleza, entregar una enseñanza que no es más que el resultado de siglos y siglos de crisis y conflictos. El intento de conciliación entre los sentineleses y el resto del mundo acaba por ser un diálogo de sordos. Cada quien oye lo que cree oír. La palabra, la materia del mundo público, político, no surte allí su efecto articulador, únicamente choca como dardo simbólico contra el velo impenetrable de la selva, el gran abismo verde que no es otra cosa que la dimensión de su dominio. Entonces, ¿simplemente obviar la existencia de la tribu de los sentineleses y dejarlos vivir a su merced, sin intromisión alguna de Occidente, o insistir ilusamente, una y otra vez, en propiciar alguna remota clase de comunicación, aun a fuerza de tensar las fronteras de la razón? La respuesta se intuye si revisáramos la propia historia americana, una historia bastarda de exterminio de la alteridad y de una hibridación pandemónica, que nos cuela en la sangre, hasta el día de hoy. Sentinel, visto de esa forma, sería una protoamérica en miniatura. Un microcosmos cercado, en lugar del logos, por la voz de la selva. (No conviene entrar allí con la palabra o la palabra amanecerá llena de orificios).