jueves, 15 de agosto de 2024

Camino relibrante: un paseo por algunas librerías del “plan” de Valparaíso

Darse una vuelta por el plan de Valparaíso para vitrinear libros se ha vuelto un destino obligado. Quien fue nacido y criado o reside en el puerto de sus amores, recordará aquellas clásicas librerías centrales como la Crisis o la Ivens, que hicieron historia y marcaron un itinerario, una verdadera hoja de ruta para el amante de los libros o, sencillamente, para el lector facineroso. Sin embargo, dichas librerías ya no existen. La primera, eso sí, se cambió a calle Blanco, aunque perdió su ubicación primera, su espacio idóneo.

En efecto, la desaparición progresiva de las librerías se ha vuelto un hecho inexorable en la ciudad, casi como un reflejo de su carcomida tradición literaria y de su decadente impronta patrimonial. Pese al mal diagnóstico, continúan ciertos baluartes abiertos a la comunidad, baluartes que se resisten al olvido y a la ignominia. Se trata de librerías antiguas, pero que tienen una mística propia y que se proponen como alternativas a las grandes cadenas de librerías. Me propongo diseñar un breve recorrido muy personal por aquellas que todavía siguen vigentes y se resisten a la obsolescencia.

Hablemos de librería Arcaluz. Se encuentra frente al Congreso, por calle Victoria. El dueño dijo, en una oportunidad, que algunos abogados pasaban a hojear libros “leguleyos”, después de almorzar en el restorán O Higgins. Un día entré y había unas chicas revisando entusiastas los libros apilados en el pasillo próximo a la caja. -Esto es el paraíso-, decía una, con un ejemplar de “Reino de brujas: El Grimorio de Origen”. Resonancia de Borges, con su frase sobre el paraíso como biblioteca. Las chicas compraron el libro sobre el “Grimorio” y se fueron. El librero recuerdo que seguía en lo suyo, mientras apilaba algunos libros desordenados en los estantes. -A veces se hace cuesta arriba mantener el lugar. Se vuelve un suplicio-, repitió, con un dejo de cansancio. -Lo que más vendo son libros escolares. De acá para abajo, tengo hartos libros, pero pocas ventas-.

Para el librero del Arcaluz, se trataba del rigor del oficio, de la realidad del comerciante, del valor mercado del objeto libro. Para aquellas lectoras y compradoras fugaces, en cambio, siempre se trató del goce, del placer estético de habitar entre la multitud de libros, pese a su costo. Lo bueno es que la librería se resiste a morir, porque lleva inscrita, en su propio nombre, la materia de su consumación. No se la iba a ganar el molino financiero, ni tampoco el gigante de la ignorancia. Y aunque se supiera derrotada, iba a dar la pelea. En pie, abierta a la ciudadanía y rebosante de páginas.

Otra librería que se mantiene estoica, abierta como la propia tapa de sus libros escondidos, se llama librería Alpasio, antigua librería que queda en calle San Ignacio, entre Pedro Montt y Victoria. Suelo entrar a la Alpasio luego de llegar de la pega. Vitrinear libros viejos o simplemente recorrer los pasillos me sirve de respiro. Literalmente, salgo de la sala de clases para entrar en la sala de libros de segunda mano. A veces el polvo y la humedad abundan, pero, ante el ansia lectora, adquieren un dejo de fragancia. Una vez le pregunté al librero, don Mario Reyes, quien atiende, cuánto llevaba ahí la librería. "Casi treinta años", respondió. "Ha aguantado mucho", le dije. "Hasta la Crisis se fue". Don Mario comentó que hace tiempo no iba a la Crisis, y que ya las librerías "no mueven como antes". Aun así, permanece abierta, en la misma tónica que la Arcaluz.

Entrar en la Alpasio se volvió una rutina, luego de haber encontrado una sección de poesía chilena y porteña, en la que figuraba una antología de poetas inéditos, publicada hace ya muchos años. Había participado en ella con un par de poemas de juventud. En cierta manera, haber entrado a aquella librería era jugar a las probabilidades. Solo un recóndito sector de resistencia libresca como la Alpasio podía albergar semejante coincidencia sarcástica. Aquella vez, contra todo pronóstico, no compré los libros y preferí dejarlos ahí, juntos, polvorientos y sagrados en su interjección. Me llevé otros. Salí de la Alpasio. Prometí volver por más. Don Mario cerró el boliche, detrás mío, como quien cierra el sótano escondido de su casona, su refugio del mundo.

Una tercera librería que desafía el embate el tiempo es la Librería Nueva San Cristóbal de Avenida Francia. La antigua quedaba en Independencia. Alcancé a pasar por esa librería en mi época escolar, y lo que más recuerdo eran sus pasillos llenos de enciclopedias históricas y de revistas Salvat, junto a historietas ochenteras, además de colecciones de clásicos con tapa dura. Un amigo de la U dijo haber preguntado por una edición de lujo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Nunca supe si la compró o simplemente contó la anécdota con una intención legendaria.

La Nueva San Cristóbal se cambió hace unos diez años. En ese mismo lugar, durante los años noventa, recuerdo que había una librería, más bien una paquetería y hasta una imprenta. Visitar el sitio, ahora convertido en librería, con todas sus letras, se volvió una procesión interna. Últimamente paso mucho a la Nueva San Cristóbal. Un día entré allí para guarecerme de la lluvia. Pregunté por poesía. El librero me sugirió subir una escalera. Lo hice y él prendió la luz del segundo nivel. Eché un vistazo a los libros de poesía, luego de ver unos cuantos de narrativa. Esperaba encontrar algo chileno, así que hurgué en el segundo piso. Había antologías de poesía en edición escolar, y di con algunos ejemplares porteños. Justo en la misma fila que una Antología de poesía chilena de la Generación de los 60 o de la dolorosa diáspora, selección de Thomas Harris, encontré un par de antologías en las cuales yo participé.

Ambos ejemplares estaban cubiertos de polvo, en un rincón. Fue otra extraña sorpresa, similar a la de la librería Alpasio, encontrarse en las páginas de esas viejas antologías y en esa librería, sin proponérselo. De pronto, me vi revisando algunos libros en el primer nivel: unas ediciones Gredos impecables, una sección con muchos libros Anagrama y también alguna que otra joyita local. Todos esos libros aúnan un tiempo, una voz y un registro. Las palabras impresas allí porfían su visión y abrigan un refugio más allá de la tormenta, un refugio legible, rudimentario y nostálgico.

Una cuarta librería concluye el camino. Se trata de Mar de libros, librería que queda en calle Esmeralda, cerca de donde estaba la extinta Orellana, otra librería que añoro y recuerdo con el corazón calcinado. Entré ahí, interesado por algunos libros en la vitrina. Algunas joyas locales. En la entrada, grandes libros rematados a luca. En un vidrio a mano derecha, una brillante edición de la revista Ciudad de los Césares, material escaso y de difusión limitada, por su contenido políticamente incorrecto. En el estante de al medio, muchos libros de crónicas sobre Valparaíso. Parecía la bibliografía que debía tener en casa, para refinar mi propio oficio.

Un día, revisando el diario de Alfonso Calderón, llegó un caballero bien vestido que llevaba tres libros en sus manos. “Los estoy vendiendo, joven”, me dijo. “¿Son suyos?”, le pregunté. “Sí señor”, me respondió. De inmediato, me mostró sus libros. Se trataba de una trilogía de poemas temáticos en torno a la figura de Quetzalcóatl. “Una tetralogía, porque falta uno en la lista”, afirmó el caballero. “Me llamo Carlos Johnson Bordalí y no es por creerme, pero ningún poeta en Chile se ha propuesto una tetralogía como esta”. Esas fueron las palabras del poeta, muy seguro de sí mismo y del impacto de su obra, luego de reseñarme un poco su biografía al vuelo. Le pregunté de inmediato si ubicaba a algunos de los poetas porteños que pululan por ahí. Los reconoció al instante, porque él mismo era uno de ellos. El librero lo saludó con entusiasmo. Carlos Johnson le entregó otros ejemplares de su libro que tenía por ahí guardados. Después, se fue, no sin antes entregarnos una tarjeta con sus datos personales: “Analista de sistemas y poeta”, decía.

El librero de Mar de libros me contó que muchos escritores locales se dejan caer ahí, y le entregan ejemplares de sus obras. Las de Carlos Johnson, por ejemplo, y las de un conocido masón porteño, que había dejado un Compendio de bosquejos del grado de compañero y del grado de maestro. Al Mar de libros se sumó también la escritora y filósofa Lucy Oporto. El librero dijo ser su amigo personal. “De repente se deja caer por acá”, afirmó aquella vez. Pregunté por el libro “He aquí el lugar en que debes armarte de fortaleza”. El librero tenía el contacto de Lucy, así que la llamó y le preguntó si es que le quedaba algún ejemplar. Tras la llamada, el dueño señaló que el libro ya no se vende en ninguna parte, que Lucy iba a tratar de buscar en su casa si quedaba uno por ahí “dando vueltas”. Una vez que se hizo mediática, -había señalado el librero-, su edición se volvió limitada.

La Mar de libros contaba con esa gracia: la de albergar a escritores locales que se manejan en el circuito subterráneo. Digamos, a escritores no bullados por el progresismo oficial. Esa es, en realidad, la gracia de las librerías recorridas, que cuentan con su propio catálogo, entre libros usados, ediciones descontinuadas, auténticas reliquias y otras de menor valía. Cuentan, además, con su propia historia encapsulada en el trajín ciudadano que manipuló sus libros y en el devaneo incesante alrededor de sus rincones, tanteando quizá aquel libro imposible que no puede encontrarse en ninguna otra parte, aquel libro, aquel milagro analógico inmune a la disolución. Así, recorremos la ciudad como termitas amenazando con devorarse hasta la última biblioteca. Es la forma de habitar nuestra porción de infinito.

Una facultad oculta del escritor consiste en transmutar el horror de lo imprevisible para volverlo alquimia de vida. Como dijo Jack Kerouac, "se enamora de su existencia", a tal punto que la abraza con todas sus vicisitudes. La transforma en materia oscura de sueños y pesadillas, fábrica de representaciones y mistificaciones, caja negra de resonancias. Un matrimonio apócrifo y venéreo ese, el de la comunión del escritor con la realidad, su realidad.