martes, 2 de marzo de 2021

De transhumanistas y megalomanía

A R. Cantillano


Miklos Lukacs, profesor peruano, ha dicho que el hombre siempre ha sentido la necesidad de superar sus limitaciones naturales, desde el Poema de Gilgamesh, pasando por Fausto de Goethe, hasta Frankestein de Mary Shelley. Pero ¿qué pasa cuando esa necesidad deja de ser una inquietud puramente filosófica y se plantea como un programa universal a futuro? Eso es lo que Lukacs se cuestiona al tratar el tema del transhumanismo, vigente hoy por hoy, más que nunca, y que tiene como representantes a importantes miembros de la Silicon Valley, como Ray Kurzweil y Elon Musk. Mucho antes, durante comienzos del siglo XX, Julian Huxley, hermano de Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz, ya había planteado un significado conceptual para el transhumanismo desde la perspectiva científico tecnológica. En 1957, Huxley abogaba por la intervención directa del hombre en el proceso de evolución natural. Esta idea aún se encontraba en estado latente por aquellos años y no fue hasta la década de los noventa, con el advenimiento de la Sociedad de la información, la expansión del mundo digital mediante Internet y los avances en tecnología e ingeniería genética, que el transhumanismo se fue consolidando como una verdadera ideología mucho más estructural, de proyección abiertamente futurista, con miras a un progreso indefinido.

Durante 1998, se realizó una Declaración Transhumanista oficial y se fundó una Asociación Transhumanista Mundial, conocida como Humanity Plus. Entre sus integrantes, se encontraban los filósofos británicos Max More y David Pearce; los filósofos suecos Nick Bostrom y Anders Sandberg; y el mismísimo Ray Kurzweil. Todos ellos parten de la premisa básica de que la Naturaleza es un fenómeno innecesariamente cruel y que la lotería genética nos condena a una vida de elecciones erráticas y de limitaciones biológicas, sin la capacidad de poder explotar nuestro verdadero potencial más allá del límite. No hay para qué aceptar un destino tan categórico, considerando el increíble avance de la humanidad en tan poco tiempo, concluyen ellos (ojo, aquí hay que señalar el logro de unos pocos genios en virtud de ciertas circunstancias históricas, no al conjunto de la humanidad, entidad, por lo demás, ficticia, y sujeta a ideas megalómanas). Entonces, surge la alternativa, la panacea: la tecnología en función de la causa transhumanista, una herramienta que permita emancipar al hombre de la fragilidad y finitud de su vida material.

Los transhumanistas toman la idea de Julian Huxley, para proponer que la evolución biológica del ser humano dé paso a la evolución por diseño inteligente, no de Dios, sino del propio hombre. En el fondo, el mismo planteamiento del Moderno Prometeo en Mary Shelley: jugar a ser el Creador, pero trascendiendo el plano de la ciencia ficción para volverlo una realidad empírica.

Si bien las tecnologías disponibles actualmente no son suficientes aún para asumir este control, eso no les impide a los transhumanistas establecer tres principios básicos de su ideología. El primer principio es el de la Super Longevidad. Para ellos, el envejecimiento es una enfermedad. Por ende, se hace necesario el uso de la medicina regenerativa (con el gerontólogo biomédico Aubrey de Grey como su referente) para revertir este proceso y tener el derecho a decidir cuánto queremos vivir.

El segundo principio es el de la Super Inteligencia. Sostienen que nuestro cerebro darwiniano es primitivo, y nos priva de experiencias cognitivas y sensoriales que mejorarían notablemente nuestra existencia. Así, Ray Kurzweil propone que se debe aprovechar el desarrollo exponencial de las computadoras, incluso fusionarnos con ellas, para explotar al máximo su capacidad de procesamiento (Elon Musk ya ha creado una iniciativa llamada Neuralink, que consiste principalmente en la conexión de nuestro cerebro a ordenadores y, de paso, a la Nube de Internet).

El tercer principio es el del Super Bienestar. Para David Pearce, de nada servirían los dos primeros principios si nuestra calidad de vida es miserable. Por eso, propone el Proyecto Abolicionista, que no es más que la abolición del dolor mediante la manipulación de nuestros genes. Pearce complementa el Proyecto Abolicionista con el concepto de imperativo hedonista, para decirnos que podemos y debemos vivir como Fausto sin la necesidad de vender nuestra alma al diablo.

A simple vista, la oferta del transhumanismo parece ser la luz, pero como toda luz, tiene un costo. Para convertir a los hombres en super humanos, para hacer real el pensamiento de Dante Alighieri sobre el “trasumanar”, es preciso dejar de ser humanos. Esta lectura sobre el transhumano puede ser malinterpretada como una versión futurista del superhombre nietzscheano, porque lo suyo era más bien una concepción filosófica para la superación del individuo en un mundo más allá del nihilismo y no este proyecto de pretensiones altruistas pero comandado por unos pocos genios de la elite, cuyos intereses verdareros sabemos nunca son del todo transparentes.

Las intervenciones propuestas por los transhumanistas transformarían nuestra condición humana de manera radical e irreversible. Por supuesto, ellos no tienen problemas en asumir aquel costo. Es más, apelan a la aplicación de tecnologías convergentes en el mercado global para materializar sus aspiraciones. Por tecnologías convergentes entendemos aquellas que se integran y potencian entre sí para lograr los resultados deseados, tales como la nanotecnología, la biotecnología, las tecnologías cognitivas y las tecnologías de la información.

Entre las más propicias para concretar el proyecto está la biotecnología, que es la tecnología aplicada a la modificación, combinación y creación de organismos vivos. Esta ofrece un potencial terapeáutico enorme, por ejemplo, mediante la técnica de división de genes descubierta por la bioquímica Jennifer Doudna y la microbióloga Emmanuelle Charpentier, técnica que promete revolucionar el tratamiento de las enfermedades genéticas. Sin embargo, la división de genes también abre la posibilidad para aplicaciones no terapéuticas con fines oscuros, como el nacimiento de bebés por “catálogo” y la creación de quimeras, criaturas mitad animal, mitad humanas.

Otra tecnología propicia para el proyecto es la nanotecnología, que consiste en la manipulación de la materia a nivel subatómico para la fabricación de nuevos materiales. Un buen ejemplo de esto es el grafemo, nanomaterial aislado por Andre Geim y Konstantin Novoselov, científicos rusos.

Finalmente, tenemos la IA, que es la tecnología mediante la cual las máquinas, especialmente los sistemas computacionales, simulan las funciones de la inteligencia humana. Los transhumanistas aspiran a que las máquinas puedan aprender y pensar por sí mismas, lo cual deja abierta la posibilidad de la consciencia cibernética.

La idea de Super Inteligencia busca alcanzarse mediante la fusión del hombre con la computadora. Por eso, se especula que algún día las máquinas y los cyborgs superarán la inteligencia del hombre, abriendo la puerta para imaginar la existencia de escenarios cinematográficos tipo Terminator, Blade Runner, Videodromo, Gattaca, Yo Robot, Black Mirror, y prácticamente todo el imaginario distópico de ciencia ficción ya escrito en la literatura por autores como Philip Dick, con su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que ilustra un mundo post apocalíptico habitado por animales en extinción, seres humanos colonizando Marte y Androides que planean rebelarse contra ellos; y William Gibson, con su novela de los ochenta, Neuromante, que visualiza un futuro invadido por microprocesadores, en el que la información es la materia prima, futuro peligrosamente muy similar al presente, al punto de la profecía autocumplida.

Ante esto, cabe preguntarse nuevamente sobre los costos de emprender el proyecto transhumanista. Me refiero a los costos morales, éticos, paradójicamente, humanos. Por ejemplo: el hecho de integrar la máquina y la inteligencia artificial a nuestro organismo ¿implicaría también la manipulación o derechamente la pérdida de nuestro ser orgánico, y con ello, nuestra subjetividad, todo aquello que nos hace lo que somos, mediante nuestras propias experiencias? ¿Hasta qué punto seremos libres de optar por esta vía o su elección se volverá política global, al punto de limitar el disenso? A juzgar por el ímpetu megalómano y el poder financiero, es muy probable que ya esté en miras de volverse otra de las tantas cabezas de la gran Hidra globalista que opera prácticamente en todo Occidente.

Muchos pensadores contracorriente se han cuestionado al respecto. Nuestro psicólogo chileno, Sergio Schilling, teme que estas ideas a futuro puedan ser impuestas a nivel mundial, generando una potente fuerza de pensamiento único y pasando a llevar los límites de cada cultura con la excusa de un beneficio mayor en pos de la humanidad, entidad abstracta usada hasta al hartazgo por el populismo de los grandes poderes. Ya lo advirtió el propio Aldous Huxley al señalar que “la ciencia y la técnica al servicio de los intereses del poder, puede conducir a formas sociales de dominación absoluta, a instituciones opresoras a las que nada quedará al margen, de las que nadie escapará”. Francis Fukuyama, por su parte, se ha mostrado abiertamente en contra, llamando al Transhumanismo, “la idea más peligrosa del mundo”, porque, según él, alteraría la naturaleza humana a tal punto que atentaría contra el concepto de la igualdad entre todos los seres humanos, igualdad que supone el fundamento de toda sociedad democrática.

Hay en el proyecto, como dijo Miklos Lukacs, un afán perverso por entender al humano puramente como materia, como “plastilina” moldeable al antojo de genios tecnócratas, un verdadero Golem y no un ser con una dimensión espiritual. Habermas también criticó los preceptos del Transhumanismo, aduciendo que estos eliminarían la posibilidad de la autonomía ética del individuo, siendo sometido a los intereses maquiavélicos de unos pocos “iluminados”, sin una verdadera discusión antropológica sobre los valores transhumanistas, concebidos, en todo momento, como verdaderos y absolutos.

Ese es el problema de todas las ideologías con un relato emancipador, aunque estas posean la máscara de la transformación cósmica: ofrecen la redención definitiva a un supuesto mal irremediable, a cambio de sacrificar el bien mayor, la libertad. En esta, cabe la libertad de conciencia, de decidir perecer (el tan mentado “ser para la muerte” de Heidegger, odiado por Kurzweil) o incluso de decidir vivir por y para la materia, pensándola en su aspecto esotérico, en una realidad no limitada a lo evidente. Se trata de la encrucijada contra el materialismo transhumanista que, con su megalomanía, podría provocar, en un futuro próximo, “mega muerte”.