lunes, 18 de mayo de 2020

Antes de bajar del coleto en la noche, había olvidado acomodarme la mascarilla. Durante el instante en que estuve a punto de ajustarla a mi nariz y abrir la puerta del vehículo, una joven atrás, con un tono notoriamente estresado, señaló que para la próxima me la pusiera correctamente. Quería pero no hallaba qué responderle, sobre todo porque tenía razón en señalar mi falta. Confieso que por un momento me enojé al tener ella, una desconocida, ese atrevimiento, pero, una vez cerrada la puerta del coleto, respiré hondo y atendí el contexto de la situación. Mi error involuntario había puesto irascible a la joven, con su correspondiente mascarilla negra, aunque con todo el derecho que le imprimía la medida sanitaria. La posibilidad del contagio, su fantasma, nos había precipitado a ambos a un encuentro demasiado abrupto, pero no por ello menos intenso. Ella había visto en mí una amenaza con cara de hombre, otro latente e irresponsable portador; yo había visto en ella, en cambio, una extraña enmascarada a bordo, otra mujer reprochando, con firmeza, mi total desenfado.