viernes, 29 de mayo de 2015



El problema con la autenticidad es que está sobrevalorada: no se puede ser demasiado severo con nadie en términos de honestidad, a menos que se busque ser ridiculizado en la búsqueda de cierta pureza, de cierta verdad o transparencia de intenciones. Lidiar con alguien de acuerdo a algún grado de compromiso implica ceder algo de tu fuerza interior con tal de movilizar el milagro de la comunicación. Hay, sin embargo, todo un mundo en no comunicar. Es más determinante lo que se deja en el tintero que lo que se quiere realmente decir al otro. La comunicación es solo otro proyecto. Tocamos, percibimos e intuimos al otro en base a supuestos, en base a lo que creemos del otro. Nuestra realidad: el romance adúltero y a oscuras entre nuestras ausencias. Nos conocemos, pero no dejamos de desconocernos el uno al otro. Entonces seguimos inmersos en el juego hasta conseguir alguna tregua. Y se presenta entonces el síntoma, la misma lógica mercantil que mina incluso las relaciones personales: que si no tienes tiempo, que si no tienes dinero, que si no haces esto, que si no eres así, y así sigue y suma. Irse, volver, partir. Dar, recibir, devolver. Es el mito de la comunicación delante del intercambio de apariencias. Por eso a ratos la soledad se vuelve una especie de ética personal frente a esa batahola de exigencias sociales que vuelven la confianza en el otro el verdadero ardid y desafío. En ese sentido Nietzsche, Hesse, Pessoa, entre otros, fueron una vanguardia posible.